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Informaciones
Por José Pablo Feinmann

t.gif (862 bytes) Haga una prueba: camine por alguna calle céntrica o por algún barrio transitado, detenga a alguien y pregúntele quién es Saramago. El otro (siempre, claro, que acepte detenerse, que no crea que usted lo quiere afanar, que no le rompa la cabeza o que no le pida fuego y siga caminando) lo mirará erosionado por la duda. “¿Saramago? Me suena”, dice. Usted dice: “Es un escritor que hace unos días se ganó el Premio Nobel”. “Ah, sí”, dice el otro. Y pregunta: “¿Qué pasó? ¿Lo ganó otra vez?” Ahora, usted se despide amablemente del señor y sigue caminando.
Esta es la relación del sujeto actual con las noticias. Las noticias vienen y se van. Y, si no vuelven a ser noticias, no se retienen. Días atrás había que saber quién era Saramago. Y todos sabían lo que había que saber: era un escritor que había ganado el Premio Nobel, ese que nunca le daban a Borges, ese que siempre quiere Sabato aunque hace años dice que no le importa porque no se lo dieron tampoco, por ejemplo, a Kafka. Sigo: el día en que Saramago ganó, todos sabían quién era. Era inevitable saberlo. No había diario que no trajera la noticia y, con ella, una breve biografía del superconsagrado escritor. Hoy todos se olvidaron. Y el tipo al que detuve en la calle hizo la pregunta correcta: “¿Qué pasó? ¿Lo ganó otra vez?”. Es decir, ¿volvió a ser noticia? ¿Otra vez tengo que saber algo de él y no lo sé? También pudo haber preguntado: “¿Otra vez tengo que saber algo de él y no lo sé? También pudo haber preguntado: “¿Se pegó un tiro? ¿No toleró el éxito? ¿Lo amenazó un comando islámico? ¿Se murió de pulmonía, de sida, de un inesperado y brusco sarampión?”. Raramente podría responder: “Saramago, sí. Me compré uno de sus libros, lo leí y...” Y lo que sea. Pero eso: se compró un libro de Saramago y ahora tiene una opinión propia sobre él. No, le fue suficiente con tener la información. Con enterarse de la noticia. Una vez que la noticia pasó, pasó Saramago. Hasta que no vuelva a ser noticia, pocos habrán de recordarlo. Ocurre así: la cantidad de información aplasta a los sujetos. Es tanto lo que hay que saber que ya se sabe poco. O nada.
Otro caso, Pinochet. Al principio usted se puso contento. Lo metieron preso. Qué bueno. Al fin ese detestable personaje entre rejas. Luego se desata el vendaval de las opiniones. Vienen los expertos, los profesionales de la opinión. Y comienza el vértigo de las polémicas, las dudas, las marañas, los embrollos jurídicos, la legislación nacional, internacional, la soberanía, la globalización de la Justicia. Y ahora usted ya no sabe qué pensar. Ya no sabe qué sentir. Ya no sabe si ese sentimiento de alegría que lo posee desde que Pinochet está preso es jurídicamente válido. ¿Es legal esta súbita alegría que siento porque ese genocida inclemente repose entre rejas o se da de narices con el derecho internacional y la soberanía de las naciones? Ahora usted sigue leyendo informaciones, opiniones, debates infinitos y ya no puede regresar a su primera, verdadera, auténtica convicción: que le parece justo y bueno y necesario que ese hombre esté preso. Aquí, haga algo: mire fijamente la foto que se tomó Pinochet con sus pandilleros el día del golpe. Mírele la barbilla altiva, los labios apretados a lo Mussolini, los siniestros anteojos negros, que prenuncian todos los anteojos negros que usted vio después en los represores argentinos. Haga esto y ponga entre paréntesis todas las opiniones, las disquisiciones legales, el derecho internacional, la situación interna chilena, la soberanía de las naciones y la globalización de la Justicia. Haga esto y decida usted. Por una rara y maravillosa vez, decida usted. Será un comienzo. Luego tal vez recuerde que Saramago es un escritor, que compre algunos de sus libros, lo lea y juzgue, usted, si merecía o no el Premio Nobel.

 

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