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![]() El deseo de tantos políticos de defender la "territorialidad" con uñas y dientes puede comprenderse: se trata de un principio que muy raramente sirve para ayudar a un ciudadano común en apuros pero que suele dar inmunidad a quienes disfrutan de poder político en su propio país. Como la licencia para matar de James Bond, la territorialidad asegura a los políticos --siempre y cuando conserven cierta capacidad para presionar a sus compatriotas--, la impunidad que casi todos anhelan. Lo mismo que los pasaportes diplomáticos que algunos gobiernos distribuyen entre los privilegiados, la idea de la territorialidad hace de los poderosos miembros de una casta especial que se siente por encima de la ley que otros tienen que respetar. Así las cosas, era de prever que mientras que en todos los países la gente común cree justa la detención de Pinochet en Inglaterra --el hombre ordenó la tortura y asesinato de muchos, ¿no?--, políticos de diversa coloración ideológica han estado manifestando su preocupación. ¿Qué ocurriría, se preguntan, si en adelante la Justicia deja de tomar en cuenta los pretextos políticos que han facilitado una parte notable de los horrores del siglo XX y comienza a tratar a los integrantes del gremio de los poderosos como seres comunes con los mismos derechos que todos los demás? ¿Qué les pasará si la lucha contra la corrupción se globaliza? La inquietud que sienten los políticos ante esta perspectiva es lógica; también lo es la satisfacción que sienten los muchos que están convencidos de que ya es tiempo de eliminar todos los privilegios que permiten a una elite burlarse de la Justicia.
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