Bajo el techo de los rotiseros
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Por Alejandra Dandan --¿Habría un laburito para mí? --Si sos ensaladero tenés trabajo enseguida. Hacía tiempo que el hombre no entraba en una cocina. Fue chofer de taxi hasta que le robaron los papeles. "Hice la denuncia pero para conseguir el registro necesitaba un libre deuda. Y con dos multas, ¿cómo hacía?." Durmió en la calle y le hablaron de la rotisería Bellagamba. "¿Qué es eso?", quiso saber. Después de dos días el taxista se sumó a un grupo de homeless en la rara cocina de la rotisería. Es la Asociación Civil El Refugio de los Pobres. Hace cuatro años, sus dueños reemplazaron el menú ofertas de lujo por comida popular con mano de obra a cargo de ex linyeras. Pero el taxista no sólo había conseguido trabajo sino también sitio para dormir en un edificio cedido por la rotisería a los homeless. Es el Refugio. Está en San Cristóbal y alberga a unas 300 personas. Organización y supervivencia corren por su cuenta. Allí viven portadores de hiv, paralíticos, adictos, ex presos y quebrados. El clan exige una condición para pertenecer: el pasado no existe. Cristina y Hugo Luques son los dueños de la rotisería de Rivadavia al 2100. Hace más de cuatro años compraron un segundo edificio para producir alimentos al por mayor y mejorar los costos. Mientras hacían las reformas, grupos de linyeras se agolpaban en la puerta de la rotisería en busca de comida. La situación inquietó a la mujer: frente a esta situación aquel edificio destinado a la ampliación le parecía un exceso. "Miren --propuso entre la cola de homeless--, si quieren yo los llevo a una casa y se quedan ahí para comer." Esa vez en la puerta de la rotisería esperaban 16 linyeras. Se fueron con la mujer hasta el depósito de Rincón y lo abrieron. Allí se iniciaba la historia del Refugio donde tiempo después esos 16 llegarían a ser 300. El petiso Fuentes --tal como propone ser nombrado-- hace tres meses que está en Rincón. "Fui el último preso político --busca contar-- que salió en libertad con Alfonsín. Del PRT, ERP y a mucha honra." Son cerca de las once de la noche. Mientras el petiso habla de una juguetería quebrada en Barracas y una rueda interminable de azares que lo dejaron en la calle, una mujer zigzaguea el bastón buscando un poco de espacio. La cena concluyó hace un par de horas. Fernando Olivera, a cargo del control nocturno, apaga la tevé. Nadie pregunta nada. Olivera también fue de la calle, por eso se lo respeta. La búsqueda del sueño colectivo se torna caótica. Con cierta mecánica, los hombres van apilando sillas desde el centro del único salón hasta una esquina. Los neones tienen poco tiempo por delante. "Es que algunos nos levantamos temprano para ir al trabajo y necesitamos dormir." El que habla es cartero de OCA. Llegó un día al refugio arrastrando desplantes, un matrimonio truncado y desocupación. Resistió en la puerta de una iglesia de Flores la falta de techo. Caminó y llegó a Rincón. Algún compañero de piso le prestó pantalón y camisa para una entrevista. "Cuando estaba solo no me daba la cabeza para buscar laburo. Además ... las pilchas. Ojo --advierte-- que me bañaba en los comedores, pero era imposible." Desde el vestido común hasta el festejo por la buena fortuna se vuelve práctica cotidiana entre los homeless hasta que llega la noche: la búsqueda del colchón propio puede encrispar a los más beatos. Aunque la construcción es amplia, la capacidad para atender a los que llegan se agota. En el gran salón suelen dormir hasta 200 hombres y unas 80 mujeres en la planta alta. A diario la gran olla popular puede alimentar hasta a 600 personas. Una mujer intenta ahora robarle un lugarcito a Fernando. No habla, entra aupando paquetes y bolsas. Está sucia. A nadie le da impresión. Queda a un lado mientras en el aire transitan rollos de colchones, gomaespuma o cartones. El piso muta en pocos minutos en dormitorio. Se codean lugares. Casi no hay sábanas. Los colchones son pocos. La mayoría son láminas con poco espesor de espuma. La mujer sigue perdida. No mira. Sólo controla las bolsas vencidas. Es el estigma de la calle: "Lo peor para ellos es oír en la oscuridad el ruido a plástico", dice Cristina mientras repite en una bolsa el ruido provocador entre los homeless. Son sus únicas pertenencias, ese poco de ropa que arrastran otorga algo de lo que del otro lado --fuera de la calle-- se conoce como propiedad privada. No hay sitio para la vieja en la planta alta. La medianoche está cerca y tampoco puede moverse a las mujeres que ya duermen. Olivera no quiere dejarla en la calle, su propio pasado se agolpa ante cada una de esas personas que piden lugar. Del otro lado de un biombo se improvisa un sitio para la anciana. Del mismo modo llegó una vez Adrian Santángelo al refugio. Los pies llagados de tres días de caminata lo internaron en el Ramos Mejía. Tiene 38 años y después de una estafa y separación dejó a su mujer y cuatro hijos para perderse en la calle. Bajó de peso. Ahora todavía no volvió de la rotisería. Hace cinco meses que está en el Refugio y un mes que es encargado de salón en Bellagamba. Fue gerente de editorial Océano y administrador en una empresa médica. El Día del Niño sus hijos volvieron a verlo después de meses. Les contó dónde vivía: "Dije lo mismo de siempre: hay 300 personas, vivís con alcohólicos, con portadores de hiv. El Estado no nos da un mango, nos mantenemos con la rotisería y algunas donaciones". LOS LUQUES, DUEÑOS DE LA ROTISERIA Y EL REFUGIO "A veces los chicos se ven incómodos"
En el '94 se habían hipotecado para conseguir un crédito y comprar el nuevo local. "Necesitábamos competir con los precios de los hipermercados --cuenta la mujer-- por eso pensamos en hacer producción industrial de comida y comprar el edificio para fabricarlas". El emprendimiento nunca se concretó. Frente a las vidrieras de la rotisería Cristina comenzó a mirar a quienes revolvían basura buscando las sobras del día. "Además --explica-- estamos a pocas cuadras del Congreso y pasaban las marchas de jubilados o los docentes y después sonaba el teléfono y algún asesor del Congreso nos pedía lunch para 300 personas con caviar". La contradicción se le atragantó. Esa casa destinada a la ampliación le parecía un exceso. Un día salió a la calle y propuso a los que cirujeaban usar el depósito para comer. El lugar ubicado en la calle Rincón al 600 funcionó al principio sólo como comedor. Más tarde propuso a un inválido que se quede durante el día para evitar la gira nocturna. Los colchones se multiplicaron, se sumaron cartones y hasta hombres que en épocas de frío duermen en sillas. Hugo se volvió activista del refugio. Tras él fueron seducidos los hijos de Cristina. "No todos --aclara la mujer--. Los mayores lo aceptan, incluso trabajan en la rotisería, pero los más chicos a veces se sienten incómodos por estos nuevos amigos." El tiempo libre se hizo escaso para la pareja y es uno de los reclamos principales entre los hijos. Como asociación civil, la rotisería incorporó en el plantel a algunos de quienes pasaron por el refugio. Todos tuvieron que aprender costumbres. Sobre todo la señora --tal como la llaman los homeless a Cristina--: "Algunos fueron o son alcohólicos. Así que nosotros incorporamos una norma. El día después del pago tienen franco".
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