Lo que está en debate no es sólo si Pinochet debe o no estar
libre, si la justicia está o no bien aplicada, sino otra cosa: si el terror puede seguir
siendo el fundamento necesario de nuestras democracias.
El enfrentamiento contra la dictadura subsiste en la democracia, porque la amenaza del
terror permanece como su base invisible, aunque sentida por todos. Es sólo una tregua que
los militares concedieron como una gracia al régimen civil: mientras se cumplan sus leyes
y sus reglas. Y la primera de ellas es que no debe haber justicia: que el crimen paga. Y
que hay una clase de ciudadanos los cuales, impunidad mediante, tienen derecho de muerte
sobre los otros. Hicieron tronar el escarmiento para que ninguno de nosotros osemos
después reclamar derecho ni justicia sin que se nos frunza el alma de miedo. Sobre el
pueblo vencido se apoya luego, cuando la democracia llega, la expropiación
económica de la patria y de los cuerpos.
Lo que está en juego es entonces algo más siniestro que la innoble figura de un general
taimado. Lo que en realidad se quiere reafirmar es sólo una cosa: que debe mantenerse
intacto el fundamento de terror sobre el cual nuestras democracias se apoyan. Y desde esa
legalidad restringida sentar sobre ella el poder de la expropiación de la vida que se
prolonga, vencida la resistencia, en el despojo económico, ahora de otro modo:
pacificados por el terror los cuerpos marcados. La perenne alianza del poder represivo con
el poder económico.
Para ellos, entonces, es necesario que el terror de Estado deba permanecer impune. Y ésa
es la función simbólica del asesino de la turbia y decrépita figura: mantener viva e
impune la presencia de lo siniestro que descendió y se incrustó en lo más profundo de
cada ciudadano. Pinochet viene de la muerte y va ahora hacia la muerte, pero se necesita
que lo haga dejando entre la gente la estela sangrienta de su figura implacable y asesina,
macerada en la sangre de tanta gente muerta.
Debemos mostrar que en verdad su imagen ampliada, extendida hasta abarcar la realidad
política, se infiltró y corrompió, como mascarón de proa de fuerzas oscuras, el cuerpo
colectivo de la sociedad chilena. Pinochet con su cuerpo asesino sigue limitando, en los
hechos, la juridicidad llamada democrática. En su mera presencia corporal
hinchada, empírica y sensible, se sintetiza la totalidad enflaquecida, raquítica, de la
democracia en Chile.
La defensa de Pinochet pone de relieve la alianza con la muerte de quienes nos gobiernan,
que está en el fundamento antinacional y antipopular de nuestras instituciones. Lo
necesita Frei, lo necesita Menem, lo necesita Duhalde, lo necesita Fujimori para seguir
apareciendo como si fueran poderosos. Pedir que lo devuelvan a Chile para que sea juzgado
por la legalidad restringida que los militares han acotado, significa reconocer que allí
todavía, como entre nosotros, el derecho es diferente: que la impunidad es justicia. Esa
es la complicidad que los une: el terror no juzgado debe mantenerse como una amenaza viva,
siempre presente, frente a todo requerimiento democrático de la gente.
Es la premisa de la vida política lo que está en juego en este debate. Hablemos
claramente y llamemos a las cosas por su nombre: el asesino impune es sólo la saliencia
visible de una impunidad generalizada para los poderosos. Volvamos a la simplicidad de las
palabras que están en la base de la democracia en serio. Sólo así podremos desnudar y
desarmar nuestros fantasmas y enfrentar, juntos, el anhelo de una sociabilidad nueva. La
primera premisa es vencer al terror para recuperar la libertad perdida. Exigir que la
justicia castigue a Pinochet implica, además, plantear también esto otro.
*Filósofo.
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