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UN EQUIPO DE LA UBA TRABAJA CON COMUNIDADES INDIGENAS
Para salvar la voz del aborigen

Estudiantes y profesores de Antropología   investigan en la región chaqueña. Ayer se  presentó el primer libro wichí-castellano.Por Cecilia Sosauniver01.gif (17556 bytes)

t.gif (862 bytes) “Hoy en día, a nuestros chicos les gusta más comer el alimento de los criollos. Pero, ¿qué va a hacer mi chico si no tengo trabajo, si no tengo dinero para comprar el alimento criollo? ¿Qué va a ser de mi hijo cuando yo muera? ¿Quién le dará comida si la comida es ajena?” El dolor de los ancianos wichís no caerá en el olvido: su voz ya habla desde las páginas del primer libro bilingüe castellano-wichí. Nuestra Memoria, Olhamel Otichunhayaj fue posible gracias a un programa de investigación que alumnos, docentes y graduados de Antropología de la UBA realizan desde 1994 con las comunidades aborígenes de la región chaqueña. El libro fue presentado ayer por su autor, Laureano Segovia, un wichí de la Misión La Paz, en Salta. “La imagen que la gente tiene de los indígenas suele ser folclórica y exótica. Siempre se los piensa por fuera de la civilización, como portadores de una mentalidad arcaica. Pero en las comunidades se sufren problemas muy concretos. Desde la universidad abrimos una ventanita para que puedan expresarse”, explica Hugo Trinchero, director del programa.
Sobre el río Pilcomayo, en el límite con Bolivia y Paraguay –y en el límite del olvido y la exclusión–, viven 35 comunidades indígenas, casi siete mil wichís, tobas, tapietes, chorotes y chulupíes que afrontan la más alta tasa de desnutrición infantil del país, alternando la pesca con los períodos de cosecha, cuando los capataces se llevan familias enteras a trabajar por sueldos míseros. En sus casas no hay luz, ni gas. Los más jóvenes y los hombres salpican con castellano su lengua materna. “Una cosa es hablar de la marginación de las poblaciones indígenas en la facultad y otra convivir con ellos”, asegura Victoria Polti, de 24 años, integrante del programa impulsado por la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Ella, como la decena de miembros del proyecto, viajó a Salta para realizar trabajos comunitarios, distribuir medicamentos y coordinar talleres para la recuperación de la memoria y de apoyo escolar.
El libro de Segovia, recién editado por Eudeba, nació en los talleres para conservar la memoria, que funcionan en una biblioteca construida a pulmón por nativos y universitarios. “Nosotros conversamos con nuestros ancianos, les preguntamos sobre nuestras costumbres, para que podamos entender. Son cosas muy antiguas, historias que ellos nos relatan para que no se pierda la cultura que está en nuestros corazones.” Así comienza Nuestra memoria. Costumbres, juegos y trabajos se plasman en el relato que los ancianos quieren dejar como legado de resistencia, pero también de lamento y desesperación, a sus hijos y nietos. El libro se basa en numerosas entrevistas realizadas por un grupo de narradores orales wichí, coordinados por Segovia. Ante todo, se privilegió el relato histórico. “Durante la dictadura, la antropología sólo rescató relatos míticos. Así, fomentó la imagen exótica de los indígenas –dice Trinchero–. Los medios de comunicación los ignoran o los muestran como portadores de la catástrofe. Cuando se produjo la epidemia de cólera, se dijo que comían pescado crudo. Y eso es mentira. Pero Gendarmería lo usó para incautarles el pescado”, se indigna.
El reclamo territorial también quedó expresado en doble lengua. “Los criollos nos quieren quitar la tierra que es nuestra –dice el cacique Alberto Pérez–. Los huesos de nuestros abuelos están enterrados aquí.” Durante la dictadura, las comunidades eran consideradas intrusas y se las quiso erradicar. Luego, la democracia trajo planes de regularización de la tierra. “Pero fueron puras declamaciones progresistas –arguye Trinchero–. Ahora el Chaco Central tiene mucho valor estratégico en el proceso de integración del Mercosur. Todas las obras que están en germen impactarán brutalmente sobre las comunidades. Y ninguna las contempla.”
Con la certeza de que los problemas de los aborígenes son los mismos en todas las comunidades del país, en Filosofía y Letras el objetivo es extender el alcance del programa. “Es necesario que todas las comunidades intercambien sus experiencias y sumen los reclamos por sus tierras, portrabajo y salud”, planea Polti. Además, ya se inició la búsqueda de registros para un segundo libro. Y los estudiantes se han puesto en campaña para aprender el wichí. “Vamos a pasar todo enero en la Misión La Paz y después volveremos para enseñarles a los chicos que viajen más adelante”, asegura Cecilia Giménez, una estudiante de 20 años.

Queda demasiado por hacer

A orillas del Pilcomayo, la universidad se funde con el paisaje salteño. Un coordinador residente –casado con una mujer charaote– y los viajes de alumnos y docentes articulan la dinámica del programa, que surgió en la cátedra de Antropología Económica. Luego, lo adoptó la Secretaría de Extensión de Filosofía y Letras y el proyecto UBACyT aportó una beca. A pesar de que la facultad provee algunos sueldos y pasajes, y publica un boletín informativo (que se distribuye también entre los aborígenes), la sensación es que queda demasiado por hacer. “Lo estructural no se puede resolver –confiesa Victoria Polti–. En los talleres, las mujeres cuentan que muchas se prostituyen por unas monedas de los gendarmes. Pero el problema no es la prostitución, sino la falta de expectativas: no hay trabajo, no hay leña, ni lana para la producción artesanal.” Con todo, los universitarios aseguran que el compromiso afectivo los diferencia radicalmente de las tradicionales tareas de extensión. “Creemos que se pueden conjugar los intereses de los aborígenes con nuestros proyectos académicos. No hacemos asistencialismo, hay un plan de lucha contra la marginación de los indígenas. En otras facultades la extensión es una mera bolsa de trabajo, el lugar donde se dictan cursos o se disputan cargos”, remata Juan Carlos Leguizamón, coordinador del programa.

 

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