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Por Sandra Russo Un día, no hace tanto, Baltasar Garzón encontró cáscaras de banana sobre su cama matrimonial. No las habían dejado allí su esposa ni ninguno de sus tres hijos. Era un mensaje, y él lo entendió immediatamente. Un mensaje de esos que ahora, en la Argentina, entendedores y legos se empeñan en descifrar como si se tratara de jeroglíficos de una cultura que teje y desteje destinos desde la sombra: la cultura mafiosa que acaso puso en la boca de Marcelo Cattáneo un recorte de diario, o tal vez deshizo las pruebas del atentado contra Menem Junior. Garzón supo que pisando cáscaras de banana uno puede resbalar y caer, porque conoció y guarda cerca de su corazón al menos tiene sus fotos sobre el escritorio del Juzgado Nº 5 de la Audiencia Nacional española a otros que resbalaron y cayeron. Este hombre que es juez desde los 23 años, que cursó Derecho en tiempo record mientras trabajaba en una estación de servicio como su padre, que fue seminarista, que cuando era más joven se dejaba fotografiar bailando sevillanas, que vive en Madrid pero viene de mamar la aspereza de Jaén, esas tierras andaluzas y pobres, de las más desheredadas de la pimpante Unión Europea, se ha habituado a batallar contra molinos de viento que, como todo buen Quijote sabe, no son simples molinos de viento sino monstruos que aparentan serlo. Su última audacia ha sido inaugurar la ilusión de la Justicia Global y pedir la extradición de Augusto Pinochet. Garzón ha sido el hombre correcto en el lugar y en el momento indicados. Su estrellato en esta historia sólo fue posible gracias al trabajo de hormiga que familiares y víctimas han llevado adelante con la difusa esperanza de que alguna vez matar no salga gratis. Pero fue Garzón, y no otro, el que escuchó el reclamo y el que se puso el mameluco para armar el monumental rasti jurídico que viene escarmentando a los malos muchachos de este continente. Desde que Garzón pidió la extradición del dictador chileno, o mucho antes, desde que el juez español puso manos a la obra en el juzgamiento de los genocidas argentinos, se puso en marcha el engranaje de opiniones a favor y en contra de la extraterritorialidad jurídica cuando de crímenes contra la humanidad se trate. Garzón no habló ahora, pero sí lo hizo en marzo. Decía a la revista mexicana Proceso: Por su misma concepción como crimen contra la humanidad, su investigación o castigo nunca debe conceptuarse como una intromisión o injerencia, sobre todo en el mundo actual, cuando no es intromisión la globalización económica ni la desaparición de fronteras para el comercio (...). Si el crimen no respeta la soberanía ni las fronteras son obstáculos para aquellos que patrocinan ese crimen, en principio tampoco debe considerarse una violación a la soberanía la investigación de ese tipo de delito. El gran deshollinador Garzón siguió su camino plagado de casos espectaculares. Desde el Yomagate a la investigación de colaboración entre las mafias colombianas y turcas. Cuando a su baby face le anexó anteojos que le daban un ligero aire a Clark Kent, allá por el 93, Garzón tuvo un percance, que fue su propia banca de diputado socialista. Felipe González lo sacó de la galera para ganar en Madrid, y lo logró. Garzón a esa altura ya era el muchachito de la película imposible, la de la justicia. Porque no sólo en la Argentina los tribunales gozan de increíble descrédito. Los intestinos de los Estados están ocupados por materia peligrosa y a sueldo. Pero un fantasma escandaliza las mafias: un corte transversal de la Justicia. Como Garzón y Falcone, como también en Italia Di Pietro, como el francés René van Ruymbeke, como el suizo Bernard Bertossa o el belga Benoit Dejemeppe, en los últimos años se gestó y se formó una red internacional de jueces envalentonados que no se resignan a las manos atadas y colaboran entre sí. Pero en el 93 Garzón, entonces de 37, se salió de su molde, creyó poder poder, fue diputado y luego titular de una comisión contra el narcotráfico cuyos informes en el Ejecutivo nadie leía. Se nombró a sí mismo, como le tomó el pelo en una nota memorable y un poco cruel Manuel Vicent, el gran deshollinador. Pero no pudo destapar la chimenea y debió salir por la ventana. Garzón volvió con las mejillas sonrojadas a su tarea de juez. Pero lo hizo con nuevos bríos y con mucho desencanto encima. No fue casual que en el 95 decidiera reabrir el caso GAL. Llegaba el turno de investigar el antiterrorismo, y el juez desairado por el poder instruyó la causa en la que se comprobó que había en España escuadrones de la muerte que ajusticiaban a miembros de la ETA sin molestarse en llevarlos a juicio. Trece meses después del escándalo, Felipe González dejaba su lugar en La Moncloa a José María Aznar. No mucho más tarde, y gracias al impulso de familiares y abogados argentinos, Garzón descubría la punta del ovillo para anexar a sus rubros uno más, uno que lo catapultaría a un verdadero protagónico: el de la justicia en los casos de desaparición, tortura y muerte de opositores políticos durante la década del 70. Aunque en la Argentina hubo juicios y en Chile no, la libertad de los genocidas igualó la desesperanza. Me pareció muy firme. Tiene una personalidad interesante, porque sin dejar de tener una posición propia de un juez, que mantiene distancia por cuestiones operativas, se mostró muy sensible en el tema de los niños, dice Estela Carlotto, que declaró ante Garzón para aportar pruebas sobre la apropiación ilegal de bebés durante la dictadura. Sigue investigando. Una abuela que nos representa en España nos informó que el juez está estudiando la posibilidad de hallar a chicos apropiados allá, y que hará la investigación extensiva a todos los chicos desaparecidos, agrega. Acaso de eso se trate. De que este hombre fornido, apuesto, de gustos simples, el hijo del gasolinero y la campesina, el que casi se mete a cura, el que está casado desde siempre con la misma mujer, el que se propuso, vaya empresa, hacer Justicia, el que desde temprano en su vida vio sus fotos en los diarios de todo el mundo y al que le vienen cobrando esa categoría de estrella judicial con sornas e ironías, el que por ahora, sólo por ahora, encuentra cáscaras de banana sobre su cama matrimonial, da esperanza. La esperanza módica y correcta de que aquel que las haya hecho, las pague.
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