![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
Por Julio Nudler |
![]() Nadie puede saber hoy qué camino final recorrerá esta historia, pero es casi seguro que, para alejarse del despeñadero, el vecino deberá entregar grandes pedazos de su economía a los conglomerados internos e internacionales. Todo acreedor termina capitalizando su acreencia, después de haber llevado al deudor al punto de no poder pagarle. El caso brasileño es grande pero no diferente. Se empieza por la desconfianza: como los mercados dudan de la solvencia del país, para prestarle o renovarle el crédito le cobran tasas disparatadas. Si se rehúsa le vacían las reservas. La alternativa de devaluar es ominosa: todo puede terminar en una hiperinflación. Pero la opción de subir las tasas no es gratuita: llena de dinero los bolsillos de los prestamistas, a costa de productores y asalariados. Además, dispara el déficit fiscal, hasta que, desesperado, el país tiene que implorar la ayuda del Fondo Monetario. Sobreviene entonces el ajuste, que siempre será insuficiente. Por tanto, habrá que ir pensando en canjear deuda por empresas estatales, lo que no sólo reducirá el pasivo y los servicios financieros de éste. También impulsará una caída en el costo del crédito porque los mercados confiarán más en el país. Otro camino, algo diferente, consistiría en dolarizar la deuda para pagar así tasas no tan altas, al no estar cargadas con el riesgo de devaluación del real. Pero con un déficit de 35 mil millones en cuenta corriente, Brasil se ataría un bloque de cemento al cuello. En cualquier caso, la moneda de pago es a la postre la misma: activos y negocios, a satisfacción de los acreedores, que a cambio de buenas perspectivas de rentabilidad prometerán inversiones. Es la fórmula que aplicó la Argentina, con el éxito que está a la vista.
|