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Dejemos de ser
rehenes
Por Ariel Dorfman

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t.gif (862 bytes) Es la primera vez que viajo a Chile y no tendré que respirar el aire que él respira, es la primera vez que el general no va a estar.
Me lo decía con alegría, casi como una plegaria, casi como si pensarlo fuera una manera de recuperar un momento en la historia en que el general Pinochet no estaba en el centro oscuro y repetido de nuestro quehacer nacional. Preparándome para volver a mi Chile, tenía la esperanza de que la detención preventiva en Londres del hombre que había regido nuestro destino durante los últimos 25 años, hubiese limpiado al país de su presencia.
La paradoja que me asalta apenas piso territorio nacional es que nunca estuvo el general tan presente en Chile como ahora que está ausente, ahora que él no tiene libertad, ahora que él está viejo y enfermo y no sabe qué destino le espera.
Este es un país obsesionado con el general Pinochet. Su retrato me persigue desde mil ventanas embanderadas, sus ojos vigilan desde la primera plana de los periódicos (“El Chileno Más Importante del Siglo”, anuncia un suplemento del diario derechista La Segunda), su nombre chorrea en las murallas (“Pin8 - tus crímenes no tienen fronteras”), su caso está en labios de todos, cada persona con que me topo lo discute como si nuestro futuro dependiera del suyo, como si no hubiera otro tema en el universo. Nunca como ahora ha estado el remoto general Pinochet metido tan adentro de la vida de los chilenos, flotando tan adentro de la mente de mis compatriotas, nunca como ahora el ex dictador nos ha dividido tanto. Parte del país está indignado, otra parte no oculta su alegría y muchos se sienten extrañados y ambiguos e incómodos, su deseo de justicia entrecruzado y bloqueado por su preocupación de que la democracia no sufra, inquietos porque el destino del país parece estar dirimiéndose en Inglaterra y en España y no acá.
Aunque las organizaciones de derechos humanos se han volcado a las calles en favor de la extradición, llevando a cabo actos masivos que, desafortunadamente, degeneran con demasiada frecuencia en actos violentos cometidos por jóvenes lumpen infiltrados en la manifestación, mucho más impresionante y afiebrada ha sido la reacción de la derecha. Sus sectores más recalcitrantes han salido a vociferar su odio con un fervor que me recuerda los peores momentos de la asonada contra Allende en los años setenta, con un enloquecimiento que da miedo, retrotrayéndome de golpe a esos años de la dictadura en que ellos detentaban el poder absoluto y se creían impunes. Los veo dispuestos a paralizar el país si no se lleva a cabo su voluntad. Ha vuelto el tiempo de las amenazas telefónicas anónimas, el tiempo en que disentir es sinónimo de antipatriotismo, el tiempo de la autocensura. Y el gobierno, entre tanto, trata de navegar estas aguas tan turbulentas, asisto al espectáculo inverosímil de funcionarios que fueron perseguidos y exiliados por Pinochet y quisieran verlo, en el mejor de los mundos posibles, juzgado acá en Chile, un país que se encuentra confuso y perplejo y atrapado en las escisiones del pasado.
Se podría pensar, entonces, como algunos proclaman, que el juez Garzón le ha hecho a Chile un flaco favor, que el juicio que pretende hacerle a Pinochet pone en jaque una delicada transición, es una injerencia foránea que no nos permite resolver por nuestra cuenta las terribles tensiones de esta búsqueda de una democracia soberana.
Yo creo, por el contrario, que la detención del general y la posibilidad de que se lo fuera a juzgar allá lejos, en un país extranjero, por el dolor y la muerte que desató acá, pone de manifiesto repentinamente para todos los chilenos, como una bofetada, la verdad de nuestra historia reciente: nosotros hemos sido, todavía somos, rehenes del generalPinochet. Primero durante los diecisiete años de su dictadura, y después durante los ocho años en que fue inamovible Comandante en Jefe del Ejército, y finalmente durante los ocho meses que permaneció como Senador Vitalicio en el Senado que él mismo clausuró, él ha determinado perversamente la agenda nacional, restringiendo la plenitud de nuestra democracia y, lo que es peor, limitando lo que nos permitíamos recordar como nación, lo que nos permitíamos hablar en voz alta.
Es hora de que no sigamos siendo rehenes. Esa es la enseñanza esencial que hay que sacar de esta crisis nacional. Ese es el regalo extraordinario que el juez Garzón y la Audiencia Nacional de España y Scotland Yard nos están mandando: si ellos han intervenido en nuestros asuntos internos es porque nosotros mismos no hemos intervenido en esos asuntos con suficiente entereza y coraje. Si ellos nos recuerdan el terror de las víctimas es porque nosotros como nación no lo hemos recordado como debíamos. Si ellos creen legítimo juzgar a Pinochet, es porque nosotros no lo hemos juzgado. Y aunque creo que lo que necesitamos es un juicio por los tribunales, más crucial y primario y anterior es otro tipo de juicio, uno en que participemos todos, desnudando el pasado hasta que temblemos, mirándonos las caras hasta que nos duela, contándonos las verdades que hemos escondido, poniendo nuestro miedo sobre la mesa, incorporando las vidas perdidas de nuestras víctimas al centro de nuestra mirada, asignando responsabilidades y confesando culpas y, tal vez lo más difícil, por lo menos para mí, aceptando que el general Pinochet es parte imborrable de la historia nacional. Es lo que nos recuerdan que hace falta: completar, de una vez, la transición.
Puede que al general los ingleses lo manden de vuelta a su patria. O puede que –es lo que me haría inconmensurablemente feliz– lo sometan a juicio en España, mandando una advertencia a todos los tiranos del mundo. O incluso, lo más improbable de todo, podría nuestro ex dictador tener un gesto conmovedor y sabio y de veras patriótico, desprendiéndose de su inmunidad para someterse voluntariamente a un juicio en que trata de probar su inocencia y se enfrenta a sus acusadores.
Cualquiera de estas alternativas, en todo caso, deja a Chile con la misma tarea urgente, tantas veces postergada: sacarnos a Pinochet de encima, de adentro, vivir como si él ya fuera una reliquia del pasado, una mala memoria y no una incesante presencia. Una tarea que nadie puede hacer por nosotros, de la que ni los ingleses ni los españoles nos pueden salvar.
Esté acá el general o esté por allá.
Es hora de tomarse de vuelta el país que nos robó, que dejamos que nos robaran.

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