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![]() Estados Unidos alcanzó en la década del 90 la tasa de abortos más baja desde 1975 --con una también abrupta disminución de las madres solteras--, la menor tasa de divorcios, la más baja tasa de criminalidad y también de delitos impunes, la mayor población carcelaria y el mayor número de ejecuciones. Un país económicamente próspero y política y socialmente conservador se convirtió, bajo la mirada deformante de los republicanos, en el universo de la pecaminosidad consumada, en la apoteosis degenerada de una generación de baby boomers enfermos. El resultado de las elecciones del martes demostró que la percepción de los republicanos era por lo menos inadecuada, y que los votantes no plebiscitaron una condena a la vida sexual del presidente conservador. Los resultados probaron también que el odio de la derecha religiosa por las elites liberales y secularizadas tiene como correlato un desprecio por la masa norteamericana, a la que no le perdonaron su soberana y obcecada indiferencia por el affaire Lewinsky. Forman esa masa los que responden en las encuestas que Clinton es un buen gobernante y consumen una cultura popular que Estados Unidos impuso al planeta. Esa masa no encuentra en Clinton a un progresista, sino a uno de ellos, quizá su mejor representante. A los republicanos no les quedó ahora otra opción, como hizo su líder Newt Gingrich --el que encabezó la revolución conservadora de 1994--, que criticar a los norteamericanos por su falta de criterio. Hasta cruzadas moralizadoras como la de los republicanos necesitan de
cierta moderación, o de un mayor foco, para ser efectivas. Entretanto, y hasta que no
corrijan sus errores, ganan los verdaderos conservadores, los de Clinton. |