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Por Horacio Bernades Jugando
decididamente la carta de la exageración, coqueteando casi con la autocaricatura, Carácter
empieza donde la mayoría de las películas terminan: en la escena del duelo entre el
héroe y el villano, entre el bien y el mal. Y lo hace con estilo más que enfático,
recargado, incluso rimbombante. Basada en dos novelas escritas a fines de los años 30 por
Ferdinand Bordewijk, la ópera prima del holandés Mike van Diem (39 años) apuesta al
exceso, y es allí donde encuentra méritos y debilidades. "Cuando me ofrecieron filmar la novela, primero la rechacé: si algo no quería era filmar un libro que me habían hecho leer en el colegio", confesó Van Diem. "Luego acepté, tomando el libro como una excusa para hacer lo que yo quería." Saludable decisión: si hubiera preferido la prudencia, Carácter habría resultado, seguramente, una más de esas películas europeas de época, correctas, irreprochables y asépticas. Así como está, es algo distinto, más impuro y por eso más interesante. Redituable también, cómo no: la película gustó tanto a los miembros de la Academia de Hollywood que le dieron –-en febrero de este año-- el Oscar al Mejor Film Extranjero. Apenas el primer paso para lo que más parecía interesarle al ambicioso Van Diem. Lo logró: una megastar de la talla de Robert Redford ya lo impuso como director de su próxima película, un thriller de espionaje. Sea premio o castigo, eso es lo que Van Diem quería. La historia de Carácter flota a media agua entre la fábula de iniciación y la novela de aprendizaje, con un joven bastardo (Katadreuffe) en busca de su identidad, en la Holanda de los años '20. Pero Van Diem y sus coguionistas eligieron embutir esta historia dentro de un esquema de thriller, con el héroe (principal sospechoso de un crimen) contando su versión frente a un policía poco desconfiado. A lo largo del relato, Katadreuffe (el actor Fedja van Huêt) evocará a su madre, Joba, pero sobre todo a su padre, Dreverhaven (Jan Decleir), un notario público especializado en desalojos y evicciones, cuya única felicidad parecerían ser la desgracia y el rencor ajenos. El gesto avinagrado, los labios en un rictus permanente, siempre envuelto en un abrigo oscuro y con el ala ancha del sombrero echando sombra sobre su rostro, Dreverhaven ("un apellido que suena como un trueno inminente") está pintado no como un hombre, sino como un monstruo, un ser tan maligno como la Cruella de Ville de 101 dálmatas. Pero tiene una debilidad y se llama Joba, la mujer a la que hizo madre y a la que cada tanto, ritual infaliblemente ineficaz, ofrece casamiento. Sólo la testaruda, dura mudez de Joba parece capaz de plantarse firmemente frente a este híbrido de Castrilli con Nosferatu. Nosferatu, sobre todo: a través de la figura oscura, encapotada y maligna de Dreverhaven, van Diem echa el ancla sobre el cine expresionista alemán de los años '20, la época en que transcurre la acción. Y completa la operación con calles oscuras y ensortijadas y una buena cantidad de deformidades. Como la del abogado De Gankelaar, cuya protuberante quijada y dificultosa pronunciación lo hacen aparecer como un Corleone al que se le corrieron los algodones. Se adivina un gusto gozoso del realizador por la caricatura, que debería prevenir contra cualquier acercamiento demasiado serio a este no-tan-serio film europeo. Como quien prepara una torta, Van Diem mezcla alegremente lo freudiano con el cuento de hadas, en esta fábula del hijo que busca al padre para matarlo. Cremosos excesos que permiten hacer la vista gorda ante ciertas inconsistencias de la masa, como una historia de amor que parecería salida de otra película y algún que otro personaje que quedó a mitad de camino entre novela y película.
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