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Insomnio
Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) Llego al bar pasada largamente la medianoche. Los parroquianos tienen mal aspecto, los párpados a media asta, los ojos rojos como si les hubiesen arrojado arena o vidrio molido. Incluso el gallego.
–Buenas noches estimados señores –digo.
–Será buenas noches para usted –me contesta uno–. Dentro de un rato nos espera el enemigo.
–¿Qué enemigo?
–El insomnio.
Y empiezan las historias. Cada cual tiene la suya. Probaron de todo. Vino caliente con canela, chocolate tibio, té de manzanilla, autohipnosis, autoestrangulamiento, etcétera. Hay uno que descubrió guardada con naftalina en el fondo de un baúl la almohadita de la cuna de cuando era bebé. La usa al acostarse. Cierra los ojos y se chupa bien el dedo. Pero no hay caso.
–¿Alguien intentó contando ovejas? –pregunto.
–Yo probé –dice la señorita Nancy–. Durante mucho tiempo probé. El problema era que después de un rato las ovejas empezaban a acelerar, saltaban la valla demasiado rápido, no me daban tiempo a contarlas. Me empecé a poner nerviosa, a desesperarme, y como consecuencia me agarró una alergia a la lana impresionante. Ahora no me puedo poner un pulóver de lana ni cinco minutos que me lleno de ronchas. Y sigo sin dormir.
–¿Por qué no prueba con otros bichos?
–¿Por ejemplo?
–Hipopótamos. Elefantes. Son animales más lentos y fáciles de contar. Salvo que le agarre alergia al marfil. Pero no se conocen casos.
–Muy gracioso ese chiste de cazador blanco. ¿Quién se lo contó, Hemingway?
–Yo había descubierto un lindo sueño que me hacía dormir bárbaro –cuenta otro–. Me acostaba, soñaba con una novia que tuve a los dieciocho años, pasábamos una noche sensacional y me despertaba contento y fresco como una uva. No quería usarla demasiado, para no gastarla. Me dije: si abuso en una de esas se molesta y no quiere volver más o qué sé yo. Así que la iba racionando y las cosas estaban realmente bien. Pero sucedió que de pronto empezó a venir sin que la convocara y sin fallar una noche. Cada vez con más edad, cada vez más gorda, más fea e inclusive mala, horriblemente mala. Ya no me la pude sacar de encima. Pesadillas y pesadillas. Cierro los ojos y ahí está, esperándome.
–Yo traté con baños de inmersión –dice otro–. El inconveniente es que me quedo dormido y me paso la noche entera en la bañera. En el último mes cambié la piel cuatro veces de tanto dormir en el agua. Tuve que ponerme un despertador para ir a la cama. Pero cuando me acuesto no puedo dormir. Entonces vuelvo a la bañera. Estoy estudiando cómo realizar el tránsito de la bañera a la cama sin despabilarme.
–Yo también recurrí al agua, pero no baño de inmersión total, sino de un pie, uno solo –dice otro–. Me inspiré en una película donde el protagonista sufre de insomnio y, para relajarse, se acuesta con una pierna colgando de la cama y el pie puesto en una palangana de agua con un puñado de sal gruesa. Probé varias veces y la verdad es que el sistema funciona. Pero resulta que en cuanto me duermo empiezo a sentir que uno de mis pies es el “Titanic” en el momento de irse a pique y el otro es un barco que intenta acudir en su ayuda pero queda apresado en los hielos del Mar Artico. Paso unas noches espantosas, llenas de S.O.S., con los dos pies enviándose mensajes: “Emergencia extrema, posición 45 grados, sur sur oeste”. “Ya vamos al rescate, aguanten”. “Mensaje recibido, explotaron las calderas”. “Luchando contra hielo asesino, avanzando metro a metro, no pierdan las esperanzas”. “Barco en posición vertical, perdimos la orquesta, músicos en el fondo del océano”. Y así estoy, durmiéndome y despertándome cada cinco minutos.
–¿Y cómo termina la historia?
–Siempre igual: un pie se me hunde y el otro sigue atrapado en los hielos árticos.

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