Por Osvaldo Bayer
Los días se fueron
desgranando uno a uno, como globos carnosos de granada. Fueron triunfos racionales de la
espontaneidad y la pureza. Eramos todos gentes de la voluntad y enfrente estaban quienes
usaban el uniforme de la coima y el golpe de furca. Mis ojos ya cargados de imágenes
senectas nunca habían contemplado una imagen así. Fue un lunes en una esquina barrial de
Quilmes. Nosotros, puñados de gente de pueblo, con martillo y clavos y unas maderas con
el nombre de Silvia Isabella Valenzi. Ellos, armados hasta los dientes, con cascos, caños
apuntadores, botas y uniformes. Nosotros parecíamos como salidos de un friso, más, aquel
del film 1900. Vecinos del barrio, mujeres con chicos de la mano, muchachos alegres y
muchachas frescas. Ibamos clavando las tablas del recuerdo y del triunfo moral en la calle
Magallanes y debimos pasar por la jaula del verdugo mandria y cagón. Tal vez, la imagen
fotográfica de esa jaula sea el documento al que recurrirán las nuevas generaciones para
explicarse el componente moral de los que impusieron la muerte argentina, la desaparición
de personas. Nunca visto en mis largas siete décadas de existencia: el verdugo más
definido de todos aquellos años se encontraba en su vivienda como en una jaula del
zoológico. La casa había sido separada del resto del barrio con una reja o corral de
hierro que llegaba hasta la calle. Adentro de ese corral se encontraban veinte
efectivos -como se los denomina oficialmente con casco, protectores
especiales y armas listas, y rostros de patética amenaza. La casa del médico policial
Jorge Antonio Bergés. Toda una muralla preparada por la Policía Bonaerense, que por sus
antecedentes en cuanto a represiones de obreros, intelectuales y estudiantes aparece
holgadamente como la mejor del mundo.
El médico Bergés, policía y bonaerense superó todos los records en torturar a jóvenes
parturientas, hacerlas parir con las manos atadas, sacarles de inmediato los hijos recién
nacidos y luego hacer desaparecer a esas desoladas madres primerizas. Lo
seguiremos repitiendo con pertinacia, una y otra vez, porque las canalladas de Bergés
sirven para pintar con toda claridad nuestro oprobio: la desaparición para siempre de la
partera María Luisa Martínez de González y de la enfermera Genoveva Fracassi, por el
solo hecho de haber avisado a la madre de Silvia Isabella Valenzi que ésta había dado a
luz a una niña. Desaparición y muerte argentina. Bergés, ¿con qué poder? Sus jefes
eran Camps y Etchecolatz. Qué más podemos agregar. Etchecolatz tendrá que aprender
derechos humanos: el más sabio de los veredictos, aunque tendría que haber sido
enseñanza entre rejas.
De Quilmes a Mendoza, donde mantuvimos un larguísimo diálogo con los estudiantes
universitarios de la recién creada cátedra Rodolfo Walsh. A través de su destino
biográfico tratamos de entender su época y la circunstancia histórica que lo rodeó.
Nosotros, tratando de aprender de Walsh su magnanimidad, palabra casi desconocida por
nuestra sociedad, y su entusiasmo en lo solidario, en tiempos de egoísmos y satrapías. Y
después de Quilmes y Mendoza, aquí en Buenos Aires, mirando fascinados cómo trabajan
nuestros documentalistas en cine, con qué precisión, con qué fidelidad a la verdad. Y
no trabajan para tal o cual lobby sino por los indios chiriguanos o por los tobas, a
quienes esta sociedad les ha dado definitivamente la espalda. Las razas vencidas por
nuestra avidez sin fin. En Diablo, familia y propiedad, de Fernando Krichmar, se desliza
casi silenciosamente el uso que se hizo del indio del norte en los ingenios. Fueron
esclavos hasta hace poco y ahora ni siquiera eso porque han sido reemplazados por la
técnica y tirados a la basura. Y para todo eso se prestaron los Ulloa, los Bussi y todos
los uniformados que hicieron desaparecer a delegados, médicos y rebeldes, que enseñaban
el camino de la resistencia para llegar a la justicia. Aquí alcanza la leyenda del
familiar alturas inusitadas de la perversión de los dueños del Ingenio
Ledesma. Y la estupidez y la codicia alcanzan su expresión máxima cuando una propietaria
de esos ingenios responde por televisión a la pregunta qué tienen que hacer los
argentinos para salir adelante, con la consabida estupidez de la arrogancia: Los
argentinos tienen que ponerse a trabajar.
Y en el Chaco, los tobas, y su descripción detallada del despojo de la tierra en el film
Caminos del Chaco, de Alejandro Fernández Mouján. El léxico indígena no posee la
palabra propiedad. Y esa ignorancia es aprovechada por el capitalista, que ni
conoce ni conocerá el Chaco, para comprarse tantas miles de hectáreas. El intendente de
Rosario, Hermes Binner, nos lo expresó con toda claridad: los tobas desalojados terminan
en las afueras de Rosario engrosando el batallón de los sin trabajo, los explotados, los
manoseados. Humillados y ofendidos por la civilización occidental y cristiana.
Civilización que además les roba sus bosques milenarios de madera noble. Los dos films,
gritos precisos de denuncia y rebeldía. Igual que nuestra reunión de la palabra frente a
la jaula de Bergés y las medulosas horas de estudio en Mendoza sobre Rodolfo, el de la
mano abierta.
Y así llegamos a Rosario a vivir El grito. Una figura plástica gigantesca
realizada por cuatro inspirados artistas rosarinos. Se asoma justo por las ventanas del
edificio que los represores de uniforme levantaron para el Mundial de Fútbol del
78, año en el cual pudieron seguir tranquilamente con sus crímenes al grito de
gol. Por allí sale esa boca con el alarido de protesta, con el llamado a la solidaridad,
con el no al sometimiento. Ese grito que sale de Rosario gracias a sus artistas plásticos
tiene mucho del ¡basta! que a veces quisiéramos expresar ante tanta corrupción, ante
tanta diferencia insultante entre los cada vez más ricos y los hijos de la tierra cada
vez más dependientes del ultraje.
Déjeseme nombrar con inmenso respeto y alegría a estos cuatro artistas plásticos
rosarinos, corajudos e inspirados: Claudia Alcañiz, Carlos Cantore, Juan Manuel Caraballo
y Patricia Guerrero.
En la inauguración, el obispo Pagura me entrega el Grito de Río Bamba, que
es una valiente protesta de las iglesias a favor de los excluidos que componen el setenta
por ciento de Nuestra América.
Ojalá que el grito plástico de Rosario sea llevado a todos lados y tomado como la forma
donde verter los contenidos del grito de los pastores de Río Bamba: vivir y dejar vivir
en dignidad.
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