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Panorama politico
Imagínate
Por J. M. Pasquini Durán

Una hipótesis: hay un nuevo gobierno y llega un pedido de extradición para un militar argentino, como el que retiene a Pinochet en Londres, desde España, Francia, Italia, Alemania o desde cualquier otro país donde algún tribunal, como el del juez Baltasar Garzón, haya decidido que el genocidio en Argentina no puede quedar impune. ¿Qué haría? Si el presidente fuera sucesor directo del actual, Eduardo Duhalde por ejemplo, su actitud sería la misma que la del presidente Eduardo Frei de Chile: aunque el acusado se lo merezca, rechazaría la solicitud en nombre de la extraterritorialidad de la demanda y de la preservación de la democracia. Si el gobierno fuera de la Alianza, las posiciones no son tan previsibles: van desde la de Raúl Alfonsín, coincidente con Frei y Duhalde, hasta la de Graciela Fernández Meijide que viajó a Madrid a prestar testimonio ante Garzón, reconociendo de hecho la legitimidad de esa causa.
La pregunta no es ociosa. Hasta ahora la globalización ha sido reconocida como un exclusivo fenómeno económico, reconocida por la apertura comercial más o menos irrestricta y el libre tránsito de los capitales, incluidos los de pura especulación. El escritor español Juan Goytisolo denunció “a los heraldos del fatalismo risueño [que] se tragan el sapo de la transmutación de la Tienda Global en Casino Global”. Por su parte, Sami Naïr (en Las heridas abiertas, El País–Aguilar) identifica a “la civilización técnico–material, cuyo principio es producir lo Mismo y lo Idéntico a escala planetaria” como una fuente de contradicciones insolubles: “Al unificar, divide; al integrar, excluye; al desacralizar, da un nuevo carácter confesional; al mundializar, vuelve a nacionalizar”. Otras opiniones consideran que, “en todo caso, hay que intensificar los esfuerzos para entenderla, convivir con ella, e incluso aprovechar su potencialidad como vehículo de progreso” (Criterio, “Globalización de la economía”, 08/10/98).
“Si a veces en nuestro pasado la lógica del Estado tendió a sofocar la lógica del mercado, me parece que actualmente, bajo los ritmos de la globalización, hemos pendulado hacia el opuesto y no menos dañino extremo”, escribió Guillermo O’Donnell en un informe encargado por el BID (“Estado, democracia y globalización”, reproducido en Realidad Económica Nº 158). Después de describir las múltiples dificultades que presupone para cada gobierno en particular las condiciones creadas por la economía globalizada, O’Donnell concluye: “No me cabe duda de que el futuro de nuestros países depende, en muy buena medida, de la combinación de vigor y flexibilidad, alimentada de auténtica preocupación por el bien común, conque importantes segmentos de la población, incluidos muy especialmente sus segmentos dirigentes, acepten y a la vez domestiquen la globalización, mediante fortalecidos Estados nacionales”.
Dicho de otro modo, ¿cuáles son los espacios para las soberanías nacionales y populares en un mundo donde la economía y las comunicaciones atraviesan las fronteras territoriales como si no existieran? “La venganza de los particularismos”, de la que hablaba Octavio Paz, quizá consista en la creación de nuevas globalidades, políticas, jurídicas, culturales y sociales. La defensa del medio ambiente, por ejemplo, es una causa universal que acepta y reconoce la preocupación colectiva y buscapolíticas de aplicación general. La de los derechos humanos es otra que se ha levantado con fuerza parecida. Greenpeace y Amnistía Internacional son dos entidades emblemáticas de esas dos preocupaciones universales, a través de las cuales ciudadanos de muy diferente nacionalidad e ideología quieren participar, influir y demandar en las decisiones de los gobiernos nacionales. Más de una vez, cuando los ciudadanos de un país, por circunstancias diversas, no encuentran caminos expeditos en su ámbito natural, consiguen por intermedio de esas y otras entidades internacionales, una tribuna, un altavoz o una fuerza adicional que contribuya al bien común.
Hay que ver, sin embargo, la reacción de quienes recibieron la globalidad económica como una panacea, cuando se enfrentan a estas otras incipientes globalidades. Sin embargo, el juicio español a los genocidas argentinos y chilenos no hubiera existido si en ambos países la democracia política hubiera sido capaz de enjuiciar su propio pasado sin más límites que la verdad y la justicia. Tampoco hubiera actuado el tribunal francés que condenó a Alfredo Astiz con causa justa si aquí no hubieran querido imponer a la fuerza una política de falsa reconciliación y de real impunidad. Se dice que perturban la evolución democrática en estos países. ¿Acaso no la perturba más la forzada convivencia del ciudadano común con terroristas de Estado sin castigo, honrados algunos de ellos con gobernaciones, senadurías y otros cargos públicos? Se dice que invaden las soberanías nacionales. ¿Peor que la deuda externa, aceptada como una obligación ineludible por todos, que desde 1982 recortó la autonomía de decisión de las economías nacionales? ¿O que los capitales golondrinas? Se dice que nadie tiene derecho a meterse en la casa del vecino. Cualquier consorcista sabe que el privilegio de su propiedad privada está condicionado por reglas compartidas que se imponen en nombre de la convivencia y el bienestar de todos.
Los argumentos encontrados pueden ser interminables, pero el debate de fondo excede los límites de los casos particulares. Lo que está en juicio, por último, es hacia dónde se encamina este mundo que llega al fin del siglo y del milenio en plena transformación. Como afirma el liberal-socialista Norberto Bobbio, “el problema actual de la democracia ya no radica en ‘quien’ vota sino ‘hacia dónde’ votamos”. Si el “dónde” significa “obligados a ser libres”, célebre frase de Jean Jacques Rousseau, no hay más que alborozarse, del mismo modo que alegra el alma el veredicto del tribunal que condenó al sombrío Etchecolatz por injurias contra su antiguo torturado, Alfredo Bravo. No es toda la justicia que merece el torturador, pero es un paso adelante de los hombres libres. Como lo son la prisión de Videla y la retención de Pinochet.
La igualdad ante la ley es una premisa de civilización y, por lo tanto, un paradigma cultural de la democracia. No es casual que el presidente Carlos Menem, tan poco afecto a esa norma, haya pretendido imponerle al fiscal que investiga el tráfico de armas una condición de inmunidad y, además, de impunidad si se comprueba la comisión de delitos, para los hombres de su entorno que están relacionados con la causa. No es la única grosería institucional cometida por el oficialismo en los últimos días. La designación a dedo de los senadores por Chaco y Corrientes, pasando por encima de las autonomías provinciales, es una arbitrariedad que ofende la ley, las instituciones y hasta el sentido común. Los descomedidos que procedieron así son los mismos que se quejan por la extraterritorialidad del juez Garzón, que claman por la estabilidad democrática y por la inmunidad de los dictadores. Toda esa palabrería se reduce a una sola y primitiva actitud: sostener la red de protección facciosa. De paso, hay que anotar que el duhaldismo, tan propenso a “despegarse” con palabras de la Casa Rosada, a la hora de votar se alineó en la maniobra. Fueron dos audacias, pero sin astucia ni disimulos, más bien fruto de la desesperación. ¿Por qué? Para explicarlo mediante la comparación, hay que retroceder al final del Proceso, cuando los jefes militares, en la rodada, dictaron la autoamnistía porque ya no podían imponerle condiciones al futuro. Aunque por el momento lo nieguen sus voceros más autorizados, el menemismo está procurando condiciones que lo protejan de futuras investigaciones sobre las caras oscuras de su gestión. Esta prevención hoy se conoce en América latina como el “síndrome Salinas”, por referencia a la suerte que corrió el ex presidente Salinas de Gortari, que debió expatriarse por si algún juez quería enviarlo a prisión con su hermano, detenido por lavado de narcocapitales. El hermano Raúl tenía a su nombre, sólo en México, alrededor de un centenar de cuentas bancarias, más otra docena en el exterior, con millones de dólares de origen inexplicable. Estas investigaciones fueron realizadas con la venia política del mismo partido de gobierno que había obedecido a Salinas como si sus deseos fueran mandato divino.
Es obvio que el oficialismo quiso cometer estos abusos en público, a la vista de todos, no sólo por razones prácticas (desviar la investigación, mantener la mayoría senatorial absoluta) sino también para dejar instalado un mensaje. En su editorial de ayer, lo recogió La Nación: “el Partido Justicialista ha enviado a la sociedad un mensaje altamente desalentador, que permite visualizar hasta qué punto podría llegar a enrarecerse el clima político si las circunstancias electorales se tornasen desfavorables para los intereses del oficialismo”. Se trata, en realidad, de una ecuación que el Presidente usó en otros momentos de su gestión. Primero, anuncia el diluvio y luego informa el costo del boleto para el Arca de Noé. Con parecido razonamiento al de La Nación de ayer, Alfonsín firmó el Pacto de Olivos que instaló la cláusula de la reelección, previa reforma constitucional: “Para salvar la democracia”. No vaya a ser que el ambiente produzca otro síndrome famoso, el de Estocolmo, por el que los prisioneros terminan admirando a su carcelero.
¿Cuál es el precio esta vez? Menem, al parecer, de la oposición espera después de 1999 inmunidad y cogobierno en la legislatura, y del duhaldismo la subordinación a su jefatura. Duhalde podrá escapar de esa condición sólo si gana la interna y después la presidencia, para lo cual no puede contar con Menem, pero tampoco, por lo que se ve, prescindir de él. La oposición ¿hasta qué punto se dejará intimidar o será impotente para detener los abusos y poner al oficialismo en su lugar? En la capacidad de respuesta, juega su futura autonomía de gestión, condicionada ya por los fundamentalistas del mercado y la globalización. Para eso no bastan las ironías de mal gusto ni los rostros enfadados. Hace falta acción política. Por cierto, es más fácil decir que hacer, pero como escribió Russeau: “Me preguntarán si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Respondo que no, y que por eso escribo sobre política. Si fuera príncipe o legislador, no perdería mi tiempo en decir lo que es necesario hacer. Lo haría o me callaría”.

 

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