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Panorama economico
El discurso o la verdad
Por Julio Nudler

¿Qué hay que decirle a la gente? ¿La verdad? Esta pregunta, la pregunta sobre el discurso, es hoy la que flota entre los economistas de la Alianza. Unos creen que es imprescindible describir los problemas de la economía en toda su crudeza para plantear la discusión. Otros piensan en cambio que hay que decir lo necesario para dar confianza, para no inducir una salida de capitales que amenace la situación futura. El peligro, según los más críticos, es que quien ahora diga lo mismo que el equipo económico de Menem, luego hará también lo mismo.
¿Hay que hablar de la trampa en que está metida la economía argentina, con una moneda sobrevaluada y una extrema dependencia del ingreso de capitales, o decir que lo prioritario y casi suficiente es garantizar el equilibrio fiscal? Roque Fernández no puede afirmar otra cosa, y además piensa así, porque cree que el gasto público es por definición ineficiente y desplaza al privado. Su apuesta es a que la prolijidad presupuestaria y la diferenciación argentina generen confianza y vuelvan a atraer capitales, en la medida en que se disipe la crisis mundial.
La presión desde la derecha parece haberse acentuado con la crisis. Ahora va en pos de las llamadas reformas de segunda generación, que apuntan a avanzar con la privatización sobre lo que queda de público en la educación y la salud. Más que una preocupación del pensamiento conservador ante la perspectiva de una posible política compensatoria, distribucionista, de mayor equidad de un eventual gobierno de la Alianza, hay un asedio sobre ésta para imponerle lo que debería hacer. En sólo dos palabras: más mercado.
Por el momento, el único discurso económico visible y estructurado es el de esa derecha, mientras en la Alianza, como en el justicialismo, chocan planteos opuestos entre sí. Para los críticos, si la Alianza sigue acomodando demasiado su discurso a la actual relación real de fuerzas, fruto de una década neoliberal, terminará diciendo y haciendo lo contrario de lo que se propuso hacer. “Ser sólo un gobierno más honesto no alcanza. Algún huevo habrá que romper para hacer la tortilla”, dice un disconforme.
Ocurre que la Alianza se armó cuando la economía estaba creciendo al 9 por ciento anual y el desempleo caía. Aquello era espléndido. El menemato les iba a dejar una economía en crecimiento, con una expansión de los recursos fiscales sobre la cual podrían montar políticas sectoriales y redistributivas. Pero ahora ese panorama cambió absolutamente. Ya cuando difundieron la Carta a los Argentinos su contenido se había vuelto obsoleto por culpa de la crisis.
Frente a esta desagradable novedad se esbozan dos reacciones (sólo se esbozan, porque por ahora la dirigencia está más ocupada con su propia interna que en definir sus políticas de gobierno). La primera reacción es reivindicativa. Es la de los que dicen que la crisis les dio la razón, que los mercados no estabilizan solos, que se requiere más Estado, que las recetas del Fondo estaban mal. Y preguntan si es sensato cambiar de diagnóstico justo ahora que la realidad los convalidó. Pero en la propia Alianza hay quienes reaccionan de modo inverso, cerrando filas en pro de la diferenciación argentina y el reclamo de más ajuste fiscal.
Ricardo López Murphy es el exponente más destacado de esta actitud, simplemente porque está más convencido que el propio Roque Fernández de su validez. Por tanto, si ése va a ser el discurso de la Alianza, como apareció en el reciente acto de Fernando de la Rúa en el Opera, parece mejor ministro López Murphy que José Luis Machinea o cualquier otro, ninguno de los cuales creerán demasiado en lo que estarán diciendo. El problema de los que se colocan más allá, a la izquierda de Machinea, es que pueden caer en su propia trampa: por un lado, defender la necesidad de trazar un diagnóstico franco de la realidad, por sombrío que sea, y después no encontrar la manera política, practicable de cambiarla. Un caso concreto: qué hacer con el dólar. Si se acepta que el peso está sobrevaluado –como lo demostraría el déficit comercial, y el hecho de que cada vez que crece la economía las importaciones aumentan el triple de rápido, y las exportaciones se rezagan peligrosamente–, la receta es devaluar. Finalmente, si ningún país logró nunca crecer sostenidamente con el tipo de cambio jugándole en contra, y si es absurdo esperar un indefinido ingreso de capitales que compense la falta de competitividad,
¿qué sentido tiene esperar que lo consiga la Argentina?
Sin embargo, ningún economista podría asegurarle a un flamante presidente en diciembre de 1999 que su mandato de cuatro años le alcanzaría para recoger los frutos de la valiente decisión de acabar con el retraso cambiario. Lo seguro es que el tránsito sería traumático, si no sangriento, para miles de argentinos que ganan en pesos y deben en dólares. Por tanto, sin que medie un desastre que rompa la convertibilidad, el sucesor de Menem preferirá escuchar al economista que le diga (y tal vez crea) que se puede seguir como hasta ahora.
En ese caso, si el mundo no vuelve a entregarse a un éxtasis de confianza y optimismo, será muy difícil para un gobierno aliancista estar a la altura de las expectativas que generará. La actual política de caja -que consiste en bajar el gasto público cuando caen los ingresos fiscales por efecto de la crisis, profundizándola de ese modo, a la espera de que se reanude la afluencia de capitales– no será el mejor modo de aquietar las aguas sociales y políticas. Este modelo tracción-a-deuda camina siempre por la cornisa y no puede permitirse ningún devaneo.
Y a pesar de todo, el ala más audaz de la entente radicalfrepasista no se siente tan sola. Finalmente, los economistas de todo el mundo –incluso los más insospechados– discuten o reniegan hoy del modelo sagrado, y en Europa, y en cierto modo también en Estados Unidos, los fundamentalistas del mercado están pasando muy malos ratos. Dentro ya de la Argentina, los inversores extranjeros cuyo negocio es la demanda interna quieren más crecimiento en lugar de ajuste fiscal recesivo. No todos piensan como los acreedores financieros del país, única referencia intelectual del Ministerio de Economía. Y menos sentido tendrían aún que lleguen a serlo de la propia Alianza.

 

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