La sangre derramada La violencia ha sido una constante en la historia argentina, pero quedó ligada con la militancia de los años 70 y la salvaje represión dictatorial. En este adelanto, Feinmann analiza el papel de la muerte en la política y los caminos planteados por el Che y el Subcomandante Marcos.
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Por José Pablo Feinmann La frase que da título a este libro --la sangre derramada-- permanece en la frágil memoria argentina ligada a los años de la militancia de los setenta. Casi siempre que dije que estaba escribiendo un ensayo sobre la violencia y que su título era La sangre derramada me preguntaban si era un ensayo sobre los años setenta o sobre los Montoneros. Hay motivos. La frase la sangre derramada pertenece al léxico de la violencia. La violencia es derramamiento de sangre. Tal vez, incluso, sea conveniente recordar esto para acotar el concepto, ya que todos sabemos que hay múltiples tipos de violencia y que todos han sido estudiados --o están en vías de serlo-- por especialistas de distintas disciplinas. Sin embargo, en el campo en que este libro se ha manejado es preciso decir que la violencia es derramamiento de sangre por medio de un instrumento --sea cual fuere su forma o estilo-- que funciona como arma agresora. De este modo, la violencia es siempre aniquilamiento de los cuerpos por intermediación de un arma. Llamamos política a esa violencia cuando persigue una finalidad de toma del poder, creación del poder o mantenimiento del poder. Hemos encontrado la frase la sangre derramada en el Plan de Moreno y en el Mensaje a la Tricontinental de Guevara. Se la puede encontrar en infinidad de textos. Sería absurdo no asumir que, entre nosotros, remite, sí, a los setenta, a la izquierda peronista y a los Montoneros. Tanto remite, que cuando alguien dice la sangre derramada añade casi mecánicamente no será negociada. Ya que no era otra la fragorosa consigna de los militantes juveniles del peronismo setentista: la sangre derramada no será negociada. No negociar la sangre era no traicionar a los caídos. Era la expresión máxima del respeto que se les debía a los muertos. Habían muerto por algo, por la causa, por el juramento esencial. No traicionar el juramento por el que habían caído era no traicionarlos a ellos. Toda militancia implica un juramento. Es el juramento de fidelidad a los objetivos esenciales compartidos. Todos se unieron para luchar por algo. Ese algo es el juramento. Algunos llegaron al extremo (siempre identificado con la gloria y el martirologio) de morir por él, de derramar por él su sangre. Los que siguen vivos no deben traicionar esa sangre derramada. Para hacerlo no deben traicionar el juramento esencial por el que esa sangre se derramó. Para no traicionar el juramento no deben arrojarlo sobre la mesa de negociaciones. No deben negociarlo. Porque si lo hicieran negociarían la sangre derramada. Y la consigna que totaliza al juramento, la que lo consolida desde el espacio de la ética, desde el lugar de la praxis es, precisamente, la que niega esa posibilidad. La que afirma: la sangre derramada no será negociada. (Aquí, en rigor, no hacemos referencia sólo a la izquierda peronista, sino a todo grupo que apela a la violencia consolidándose por medio de un juramento originario.) La sangre derramada lleva el juramento a un punto de no retorno. Antes de la sangre el juramento ya estaba, ya que sin juramento no hay grupo militante constituido. Pero es la sangre la que consolida al juramento desde la praxis, desde la tragedia, desde el peso ontológico de la muerte. Una vez que alguien ha muerto por el juramento quien lo traiciona también merece morir. La sangre, por decirlo así, extrema el extremismo del juramento. Le otorga a la praxis la dimensión de lo épico, de lo trágico, de lo extremo, de lo inmodificable, de lo innegociable, del no retorno. La palabra traición cobra todo su desmesurado espesor desde esta arista: negociar la sangre es --simultáneamente-- traicionar el juramento y traicionar a quien dio la vida por él. Una doble traición. No es azaroso que semejante traición reclame --en casi todo grupo consolidado en torno al juramento y la sangre-- la vida del traidor.
* * * Antes de introducirnos en la temática de los medios y los fines abordaremos otra también decisiva: totalidad y particularidad. Un gran político de nuestro país --Carlos Auyero-- dijo, refiriéndose a la lucha de trabajadores neuquinos, gente que obstruía rutas, que las ocupaba pacíficamente, "No son subversivos, no quieren cambiar el sistema, quieren entrar al sistema". Fueron, casi, las últimas palabras de Auyero, ya que murió al terminar el programa de televisión en que las pronunció. Fue, así, el testamento político de un hombre excepcional. Hablaba de gente sin trabajo, de los excluidos de la sociedad de la exclusión. No querían cambiarla, querían entrar en ella. Esta frase le valió la crítica de los "revolucionarios". No se trata de entrar al sistema, dijeron. Se trata de cambiarlo. No advirtieron que el sistema de exclusión no tolera la inclusión de los excluidos. Razón por la cual pedir entrar al sistema, pedirle al sistema de exclusión que incluya a sus excluidos... es querer cambiarlo en totalidad; es pedirle que se transforme en algo que no es. Tal vez, entonces, sea subversivo. Más adecuado que reducir la cuestión a un tema tan transitado y ya esquemático será decir que las luchas zonales, parcializadas, son radicalmente incómodas para el Poder. Que no son vanas. Y que tiene pleno sentido y racionalidad políticas su emprendimiento. Para desarrollar el tema totalidad/parcialidad tomaremos dos figuras poderosamente emblemáticas: la de Ernesto "Che" Guevara y la del Subcomandante Marcos. Uno expresa la exigencia del cambio en totalidad, la metodología de la violencia para la toma del Poder. Otro... postula no tomar el Poder. Veamos. La característica que define al hombre de derecha (porque todavía hay derecha y hay izquierda, y no sólo por la existencia del libro de Bobbio) es que el hombre de derecha acepta la desigualdad como un dato de la naturaleza; en cuanto tal no transformable ni deseablemente transformable, ya que expresa un sabio equilibrio que sería imprudente y blasfemo quebrar. "Las cosas son así", dice. O también: "Pobres habrá siempre". Hace del orden social una factibilidad inmodificable. Si es inmodificable, ¿por qué indignarse ante ella? Lo esencial del hombre de izquierda es negar esta facticidad. O historizarla: "Esto es así ahora. Y es modificable y me indigna la praxis de quienes lo impiden, de quienes viven a su costo, de quienes dicen que esta facticidad es lo real y que no sólo es así, sino --sobre todo-- que es así como debe ser". Esta actitud surge de una ruptura esencial. Una ruptura ante lo dado, ante la facticidad, ante el orden que ha establecido el Poder. Esta ruptura, a su vez, establece una inmediata actitud existencial: el compromiso con aquellos que padecen la injusticia. Es lo que dice Ernesto Guevara en el párrafo final de esa carta de 1965 en la que se despide de sus hijos: "Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario". Es, también, su cualidad esencial. Sin este pathos no existe el hombre de la ruptura: el hombre que dice no, esto está mal, esto no es ni debe ser necesariamente así. Así las cosas, la primera, fundante semejanza entre Guevara y Marcos está en ese pathos del rechazo a lo instituido, a lo establecido y el consiguiente compromiso con todos aquellos que sufren los rigores de la injusticia. El Subcomandante insurgente Marcos --o, si se prefiere, el zapatismo-- lo dice en un texto de particular expresividad y belleza: "Marcos es gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, chicano en San Isidro, anarquista en España, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, chavo banda en Neza, rockero en CU, judío en Alemania, ombudsman en la Sedena, feminista en los partidos políticos, comunista en la post guerra fría, preso en Cintalapa, pacifista en Bosnia, mapuche en los Andes, maestro en la CNTE, artista sin galería ni portafolios, ama de casa un sábado por la noche en cualquier barrio de cualquier ciudad de cualquier México, guerrillero en el México de finales de siglo XX, reportero de nota de relleno en interiores, mujer sola en el Metro a las 10 p.m., jubilado de plantón en el Zócalo, campesino sin tierra, editor marginal, obrero desempleado, médico sin plaza, estudiante inconforme, disidente en el neoliberalismo, escritor sin libro ni lectores, y es seguro, zapatista en el sureste mexicano. En fin, Marcos es un ser humano cualquiera en este mundo. Minoría intolerada, oprimida, resistiendo, explotando y diciendo su "Ya basta". Los intolerados buscando una palabra, los eternos fragmentados, nosotros. Todo lo que incomode al Poder y a las buenas conciencias". De este modo, a Guevara y a Marcos los iguala la elección radical por los desamparados. Guevara exigía sentir como propia toda injusticia. Marcos quiere ser negro en Sudáfrica, palestino en Israel y judío en Alemania. Los diferencia su concepción del Poder. Para Guevara --marxista ortodoxo, formado por las lecturas más clásicas y directas del marxismo-leninismo-- era imperioso tomar el Poder y luego, desde él, instrumentado al Estado, establecer una dictadura que llevara a la creación de una sociedad sin injusticias, sin desigualdades. El Subcomandante insurgente Marcos detesta tanto al Poder... que no quiere tomarlo. Escribe: "La guerra siempre ha sido privilegio del Poder, para los desposeídos quedaba sólo la resignación, la sumisión, la vida miserable, la muerte indigna. Ya no más. Los mexicanos hemos encontrado en la palabra verdadera el arma que no pueden vencer los grandes ejércitos. Hablando entre nosotros, dialogando. Los mexicanos caminamos contra la corriente. Frente al crimen, la palabra. Frente a la mentira, la palabra. Frente a la muerte, la palabra".
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