El ocaso de una calle
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Por Cristian Alarcón Adentro, apenas se cruza el hall donde se ofertan electrodomésticos, el cine Ambassador parece una garganta muerta, el interior de la muñeca Alicia, ese monstruo por el que --en los ochenta-- las maestras hicieron pasear a los chicos para mostrarles las vísceras del cuerpo humano. La sala de Lavalle entre Esmeralda y Maipú sufre el proceso de las infecciones. Cerró hace ya dos meses, y hace quince días fue transformado en un mercado persa. Es el mismo parquet, con cientos de parches de madera donde iban clavadas las butacas y los espectadores atravesados por todos esos dramas ajenos en la pantalla. Dicen los empleados que han visto llorar a algunos hombres de canas sentados en el fondo, donde los viejos asientos son usados como probadores de calzado. Esta es la última y grosera víctima de la calle Lavalle que se detrimenta, se pudre, se cae. Entre la sordidez de los promotores de prostíbulos, la popularidad menemista de la comida de emergencia y el fanatismo de los evangélicos, Lavalle es ausencia de identidad, típica decadencia a causa del modelo. Se fueron el glamour, las parejas vestidas de noche para el cine de los sábados, el paseo recoleto, los espléndidos estrenos. Se marchó la clase media a sitios modernos, shoppings, multicines del conurbano, con la tajante decisión de alejarse de la miseria, el temible olor mortecino. Diez años atrás, cuando desde el extranjero a José María Peña, director del Museo de la Ciudad, le pedían que recomiende lugares en Buenos Aires, proponía la excursión por Lavalle en el momento de la salida de una función de cine y la entrada a otra. Le incluía un juego: reunirse con el grupo de amigos en la esquina de Florida y quedar en un reencuentro un cuarto de hora más tarde en el otro extremo, en Carlos Pellegrini. "Era tal el mundo de gente que resultaba imposible tardar menos de veinte minutos. No existía en el mundo una multitud así reunida, en una calle con un cine al lado del otro." En un sábado como el de anoche, en horas pico, podría hacerse un campeonato de skaters en Lavalle a la hora en que otrora los cuerpos se raspaban para poder caminar. De 20 mil personas que circulaban a lo largo de cuatro cuadras a no más de 4 mil. Los restaurantes lamentan la pérdida de un 40 por ciento de la clientela en los últimos 15 años. Cerraron en diez años 8 salas cinematográficas importantes con capacidad para entre 1000 y 1500 espectadores. "El modelo lleva al crecimiento de un área nueva en desmedro de otra, en este caso el crecimiento del norte y la pauperización del sur que termina formando una franja de pobreza, de detrito urbano --sostiene la historiadora e investigadora Dora Barrancos--. Ya no hay ofertas dignas, no hay exhibición ni puesta de nada sustantivo. El norte se monta sobre el shopping, el espectáculo variado donde se puede percibir lo heteróclito de lo posmoderno. Lavalle está más cerca del Constitución más marginal enclavado en el despojo y sin nuevas tribus que lo sustenten como espacio de transformación si no de la venta informal, la salida de algunos que luchan por no desaparecer dentro del modelo pero sin reglas."
Al asalto
A medida que se camina por Lavalle alguien, invariablemente, asalta al transeúnte. Chicas de remera y calzas de talles menores, hombres vestidos de charros, tarjeteros de cabaret pelean por la atención del que camina. Con la mano estirada baten los papeles como a sortijas de calesita. Jeferson Augusto, un brasileño vestido en gris celeste, pastor evangélico, enarbola un diario en colores, el de la Iglesia Universal del Reino de Dios, instalada hace tres años en lo que fue el cine Iguazú, en el corazón de las tinieblas urbanas. Justo al lado, en la Casa del Russo Bassile se levanta el vientre del juego y diez hacen cola para el Loto. Jeferson habla de una cadena de oración en la que es imprescindible participar para comprender la mística salvadora de su credo. "Vocé sufre --sentencia--. Y tudo mundo sufre. Estamos en esta rúa porque lo necesitan las almas que caminan." Mira a los ojos con la media sonrisa de los vendedores de enciclopedias a domicilio. Le queda bien. "Primero la cadena de oración", pide. Sólo quiere la conversión, lo tiene claro. En la boletería del ex Iguazú hay una mujer con ese traje de evangélica, a medio camino entre la típica monja y la típica militante del Ejército de Salvación. La caspa le llena de pintas blancas el chaleco. "Usted puede entrar al reino de Dios cuando quiera", dice e invita a las butacas de siempre en esta nueva escena profana. Frente a la inmensidad del cine, en la vereda, han puesto un televisor de gran pantalla. Unos veinte tipos quedan abstraídos por el mar Rojo abriéndose ante los perseguidos, Moisés mira las alturas. La primera cuadra desde Pellegrini viene desde la amplitud y el caudal de la 9 de Julio para desembocar en el aire vicioso y la estrechez de Lavalle. El camino es un zig-zag, los puestos de mercachifles y diarieros, floristas y cantantes interrumpen cualquier línea recta. Esta es la entrada al mundo para los provincianos que llegan a Buenos Aires y ya pasaron por la efigie fálica de la ciudad. El espectáculo de la peatonal en verdad se distribuye en todo "el centro" al que llega, el venido de afuera para "ver", llenarse del neón engañoso de la ciudad. "Está re-buena, me dijeron que es medio peligrosa pero me gusta que haya muchas cosas baratas y jueguitos", dice Sebastián Barbieri, un adolescente moreno de buzo Adidas rodeado de compañeros de la secundaria de San Luis. Ya fueron al shopping y estuvieron en Puerto Madero, pero se fascinan con la comida rápida de estas cuadras. Engullen carne frita con aderezos. Hay veinte puestos donde se ofertan distintos "combos" al estilo McDonald's. Avelino Fernández, dueño de La Estancia, sabe de los nuevos destinos de los comensales que quince años atrás tapaban la superficie de uno de los restaurantes más célebres de la zona. Carne para turistas expuesta en la vereda, enormes asadores con vista a la calle siguen, ahora frente quienes oran cinco veces por día en la Iglesia Universal. Adentro todavía se preserva el clima del apogeo que duró hasta 1985, "el mejor último año, con el Plan Austral". Hay un maître que conduce hacia una de las ochenta mesas. Mozos impecables, una carta de vinos completa. En una mesa de ocho hablan japonés. Son pocos los argentinos. Según informa Fernández, presidente de la Cámara de Propietarios de Restaurantes, para los restaurantes "serios" de Lavalle en los últimos diez años el consumo cayó en un 40 por ciento. "Cambió el plan de la familia. Hace una década veías a padres, chicos y abuelos en la salida mensual a comer afuera. Ahora esa gente come en casa y después sale, o va al McDonald's, pagan cuatro pesos por cabeza, comparten la coca", describe con resignación. "Además el clima de ahora no es tan propicio. Está lleno de prostitución, de casas de juegos donde no hay niños sino grandes fanatizados con las maquinitas."
Arrebato y fast food
La mañana en Lavalle es un despertar furibundo. La corrida por la calle de un cadete de anorak naranja deja volando los cabellos violáceos de una antigua dama que avanza con bastón. "¡Cuidado!", grita la mujer con el tono cascado de un ave rapaz. Se defiende. Teme, como todos los que la rodean, al arrebato. En ese instante los demás miran. Los hombres se tocan los bolsillos. Las mujeres se aferran a las tiras de sus carteras. El pánico dura nada. Caminan otra vez ensimismados. Julián Heuguerot, un chico que lucha por clientes para una empresa de celulares dice: "Acá la gente es increíble. Los encarás y la mitad te putea a nivel de agredirte". Se refiere a la lucha para que los caminantes frenen, raspen con una moneda que les encaja en la mano y se crean ser ganadores de un aparato "casi gratis", que terminarán pagando con sudor. "¡Raspá, papi!", seduce. "¡Sin miedo!", alienta. "Son todos paranoicos --protesta el cazador--. Claro que la venta agresiva tiene lo suyo", concede. Lavalle es salvajismo de mercado con ruido a juego electrónico, caza de compradores de lentes por diez pesos, peluches, cintos, pilas, tarjetas, cosas que brillan, intermitentes, pasajeras como todo. Explotó el modelo y en algunas zonas bombardeadas el peligro de las radiaciones está en los que aún ocupan la calle devastada. El burgués lo percibe y lo rechaza. Se esquiva a los volanteadores como a montones de basura. "Yo por Lavalle voy porque no me queda otra", admite Florencia Martin, contadora de 34, residente en Ituzaingó, entrenada en bordear el asalto para sobrevivir. Al crepúsculo es posible hablar con Andrea, de 28, y Blas, de 23, que vinieron de Ljublana, Eslovenia, para acceder a los piringundines y los secretos del tango. "It's like Europe", aseguran, por la variedad, el aparente caos, la comida árabe, tan rápida como el pancho que engullen en la esquina de Maipú donde hay cola para hacerse de una Shawarma de cordero a 1,50. "No es más inseguro que Londres o Copenhague", reivindican. En el Arabian Food corta las fetas de cordero un muchacho ébano llegado de Mali, al norte de Africa, donde se cansó de comerciar con su padre "vacas y oro". Ahora transpira tranquilo y sonríe a diestra y siniestra. "Estuve cuatro años en Recoleta, acá llevo tres meses y esto todavía no me cansa, es pesado, pero divertido", declara tras la blancura marfil de sus dientes. A pocos metros se alienan tres mil personas al interior del Bingo Lavalle, y hacia el otro lado un promotor de alguno de los 12 cabarets se pone nervioso ante la requisitoria periodística. "Acá no habla ningún tarjetero", larga paradito sobre mocasines con charreteras de fantasía. "¿Por qué?", se intenta. "¡Porque yo lo digo!", estampa guerrero. La calle suena a esta altura como propone un restaurante mexicano que ha puesto a una mala banda de jazz antiguo a hacer música para dos chicos en zancos, vestidos de negros mazamorreros. La gente se mira de costado cuando ya es la una de la mañana y Lavalle está por despejarse de caminantes, con el aire más vicioso que nunca. Están a punto de arremeter los que se pelearán a patadas en el estómago por la comida tirada en Lavalle.
CINES CONVERTIDOS EN FARMACIAS, JUEGOS Y TEMPLOS Aquellas salas glamorosas
Por C.A. Cuando en 1906 pasó a llamarse Lavalle, la transitaba un tranvía y en las salas de entonces el cine mudo era musicalizado por las orquestas de tango que convocaban al público más que las mismas películas. Adolfo Sierra cuenta en su Historia de la orquesta típica cómo el sexteto de Carlos Marcucci era la atracción del Metropol. Y competía con la orquesta de Cayetano Puglisi en el Paramount, donde después llegó a cantar Carlos Gardel. La orquesta de Julio De Caro tocaba en el Select Lavalle, y luego en el Renacimiento. A fines de los veinte, cuando llegó el cine sonoro los vestidos largos competían con las joyas europeas sobre unos cuellos blanquísimos. El espacio entre película y película --las funciones eran siempre dobles-- eran momento de cabeceos desde lejos, de miradas de fuego para concretar un saludo cortés a la salida, con una dama que daría acceso días después a una cita con la presencia de una chaperona. Las salas se reprodujeron hacia los '40. Eran edificios de más de 1200 butacas y no se escatimaba ni en estructura ni en decorado. Peña lamenta la decadencia de la calle que lo obnubilaba. "El Renacimiento tenía un frente como el del Cervantes pero más recargado, era un símbolo del estilo y el lujo puesto sobre esos edificios hechos para la gran producción, para la enorme pantalla", recuerda José María Peña, director del Museo de la Ciudad. "El ocaso de Lavalle es el fin de la imagen del cine como evento representativo, como constructor de sentido en la sociedad porteña, incluida la revista como puesta en escena de la clase media que añora el glamour y la luz nocturna", define la investigadora del Conicet en historia de la vida cotidiana, Dora Barrancos. Aun a pesar de la debacle, a fin de los ochenta sobrevivían 16 cines. Ante la
reproducción de las más pequeñas, producto del reciclaje de alguna de las históricas,
el número final crece. Hoy hay 21 salas de menos de 600 butacas. Después de cerrado el
Ambassador, el único gran cine que queda en lo que fue el paraíso del cinéfilo es el
Atlas Lavalle, con 1900 butacas, donde esta semana se estrenó Cuando vuelve el amor,
de Cassavettes. Y aun en cantidad de espectadores, después de haber sido la reina, lejos
de cualquier otra zona, en la primera mitad del año ocupó el segundo lugar con 1 millón
300 mil espectadores contra el primer puesto de los cines de Santa Fe que acapararon casi
un millón y medio de personas. El dato central es que cerraron ocho grandes salas. El
Luxor, que conservó sólo el nombre para transformarse en galería y patio de comidas,
perdiendo en el viaje la fachada que reproducía el templo maravilla. El Bingo se
construyó sobre los cimientos de lo que fueron el Alfa y el Sarmiento. Frente al Iguazú,
donde funciona una iglesia evangélica, quedó la sombra del Select Lavalle, donde ahora
hay una hiperfarmacia. El cine París pasó a local de videojuego y la majestuosidad del
Paramount quedó en Lasershot, esa modalidad de entretenimiento virtual donde se asesina
al enemigo con rayos rojos. |