Las
aguas siguen turbias
Por Mempo Giardinelli
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Desde Washington, D.C.
La
experiencia resultó alucinante: en un salón de la Biblioteca de Gettysburg, un pueblito
de ocho mil habitantes en el límite entre los estados de Pennsylvania y Maryland, sobre
la costa este de los Estados Unidos y a una hora y cuarto de Washington, con un pequeño
grupo de estudiantes norteamericanos vimos la película Las aguas bajan turbias, filmada
por Hugo del Carril en las cercanías de Oberá, provincia de Misiones, a comienzos de los
años 50.
Todavía impresiona aquella historia de jornaleros explotados en los yerbatales, a los que
se pagaba con vales, se exigía como a esclavos y se maltrataba con la mayor brutalidad.
Allí están la ignorancia y el analfabetismo, la violación de las mujeres de los mensú,
el atropello a la dignidad humana, la barbarie de los capangas, la voracidad del patrón y
la infame intermediación de un turco codicioso. Todo, todo está allí, en ese film
ejemplar. Incluso el hoy risible discurso del narrador (aquella voz del inconfundible
locutor oficial del peronismo que cualquier cincuentón recuerda), con su tono ampuloso de
pedagogía política subrayando que tales abusos ya no suceden en esta patria hoy
grande y justa.
Es impresionante la tensión del relato, y lo fue ver cómo mantuvo pegados a la silla a
una docena de chicos de alrededor de veinte años, bien comidos y educados, provenientes
de familias sin problemas económicos y acostumbrados a ver toda esa television basura que
hace magisterio con la nuestra.
Aquel estilo de rodaje, incluso, haría poner rojos de vergüenza a algunos cineastas
contemporáneos, tan infatuados y llenos de teoría como vacíos de vida y experiencias.
Aquél era un cine que representaba cabalmente a esa nación joven cuya historia toda se
resumía (se sigue resumiendo, desde ya) en una única cuestión: toda la historia
argentina es una historia de lucha por la justicia social.
Ese film hoy, si por mí fuera, debiera ser de exhibición obligatoria en todas las
escuelas del país, primarias y secundarias. No tanto porque allí se ve lo que era hace
sólo 40 años la hoy devastada selva misionera, ni por la obvia necesidad de denunciar lo
que pasa (la tontería de los que tienen el cerebro lleno de tele y cerveza, el
pensamiento mágico de los que apuestan a ganar algo en un sorteo, el ya
folklórico comportamiento mafioso del poder político), sino sobre todo porque lo que esa
película demuestra, involuntariamente, es el vergonzoso retroceso social de la Argentina
actual, hoy organizado y conducido por quienes se dicen peronistas y en nombre nada menos
que del justicialismo. Al terminar, los chicos norteamericanos estaban
impresionados, y una chiquilla de origen mexicano comentó que ella suponía que así
debía de haber sido toda Latinoamérica, según le habían contado sus padres, y que
similares situaciones se habrían vivido en aquellos tiempos en México, Guatemala,
Colombia y dondequiera, y qué bueno dijo que las cosas habían cambiado y hoy
ya nada de eso sucedía.
Me costó todo un esfuerzo explicarle y sentí mucha vergüenza y rabia al
hacerlo que lo que muestra esa película no es pasado; que hoy, disimulada y más
sutil, se perfecciona la misma explotación, ahora consentida y hasta votada y aplaudida;
y que los patrones de siempre, junto a muchos de los cuales ella vive, tienen ahora
eficientísimos capataces de traje y corbata en todos nuestros países, y en algunos, como
el mío, incluso gobiernan.
Cuando salimos de la sala y ellos se fueron comiendo las últimas palomitas de maíz, yo
recordé que eso es el pochoclo para los porteños y se llama pororó en mi tierra.
Disquisición, me di cuenta enseguida de que sólo era un recurso para atenuar el dolor y
la bronca.
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