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Por Sandra Russo

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t.gif (862 bytes) Alejandra está rara. Acaba de llegar al bar y a pesar de que sonríe y dice qué tal, nena, y busca en la cartera sus cigarrillos y repiquetea los dedos sobre la mesa mientras mira impacientemente al mozo, y acomoda su agenda y los libros y suspira, a pesar de que hace lo que hace siempre, Alejandra está rara, brilla. No cuesta mucho hacerle decir que hace unos minutos estaba por cruzar Rivadavia después de bajarse de un taxi, y que vio en un flash a una anciana y que escuchó al pasar a su lado un susurro entrecortado, uno de esos susurros entrecortados de la gente que pide limosna y no está acostumbrada. No cuesta mucho que Alejandra siga contando que estaba apurada porque llegaba tarde a su clase en el gimnasio, una clase, dice, buenísima, porque es modeladora pero no cansa, es una mezcla de step y gimnasia consciente que da un tipo con mucha onda, tranqui, un hallazgo.
Alejandra dice que se alejó rápidamente de esa sombra de anciana, que no escuchó el pedido, porque la anciana dejó de hablar cuando ella se escurrió hasta el cordón de la vereda. Pero el semáforo la detuvo y algo hizo que se diera vuelta y la mirara. La vieja estaba parada en la puerta de esa confitería. Pelo gris como su pollera, un pulóver raído azul pastel, el monedero en una mano, la otra mano apretada en un puño, el pulso indeciso y acelerado. La anciana miraba pasar a hombres y a mujeres esperando que alguien reparara en ella, le clavara los ojos, le hiciera más fácil el acto de explicar su indigencia y el otro, más difícil, de pedir ayuda. Pero a las once y media de la mañana, en Rivadavia y Pichincha, día hábil, los hombres y las mujeres caminan a ritmo sostenido y no se fijan en ancianas de ojos increíblemente ausentes. Porque esos ojos fueron los que vio Alejandra cuando, ya desentendida del rojo o del verde del semáforo, miró la cara de la anciana.
La mujer, dice Alejandra, no era diferente a tantos otros que en Buenos Aires, hoy, se abalanzan sobre los transeúntes. Hombres o mujeres con bebés en brazos, chicos, adolescentes, todos con una razón poderosa para quitarse dignidad y pedir, a veces con la excusa de no tener para el pasaje, a veces pretextando la necesidad de un medicamento para el hijo, una moneda.
Pero –Alejandra se encoge de hombros, ve diluirse el humo del cigarrillo, se frota los ojos, vuelca un poco del cortado sobre la mesa, sonríe–, las cosas son así, dice. Te cae la ficha en el momento más inesperado, o a lo mejor hay karma y hay del bueno, a lo mejor hay un instante en el que porque sí uno es mejor, no sé. Lo cierto es que se quedó parada mirando a esa vieja sufriente, y se miraron. Alejandra se acercó. Buscó una moneda en el bolsillo. Cuando llegó a su lado, la mujer iba a empezar a balbucear el discurso que seguramente repetía decenas de veces en una mañana, pero Alejandra le puso la moneda en la palma de la mano. Le acarició la cara. Una fuerza rara la hizo inclinarse sobre la anciana y abrazarla, y la mujer lloró y Alejandra también, sin decirse nada.
Ahora es mediodía. Alejandra no sabe cómo acomodar sus sentimientos. Se resiste a creer que lo que le pasó es haber entrado en contacto con una mujer pobre porque, después de todo –no bromea– de la pobreza venimos y a la pobreza vamos. Está sorprendida, en cambio, porque algo en ella y por un rato hizo cortocircuito, y pudo reconocer el dolor como un territorio del que nadie es ajeno. En esa patria humana de la necesidad es que aveces la gente puede hacer clic, deshacer la formidable construcción de distracciones y anécdotas que nos hacen parecer tan diferentes. La postal del país de Alejandra hoy es la memoria de esa anciana. No la que vio, sino la que entró en ella a través de la piel de sus manos.

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