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“UN ROMANCE PELIGROSO”, CON JENNIFER LOPEZ-GEORGE CLOONEY
Se ha formado una nueva pareja

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El film se basa en una novela de Elmore Leonard, el autor del libro del que partió “Jackie Brown”.
George Clooney es un ladrón de bancos que no usa la violencia, Jennifer Lopez una aspirante a agente del FBI.


Por Juan Forn

t.gif (67 bytes) Un nuevo subgénero parece haber surgido dentro del cine: las películas basadas en libros de Elmore Leonard. Pueden ser cancheros ejercicios de slapstick noir (como en Get Shorty-El nombre del juego), thrillers setentistas (Jackie Brown-Triple traición) o inesperadas comedias románticas, como es el caso de Un romance peligroso (Out Of Sight). No importa que todos los libros de Leonard se parezcan bastante entre sí: cuando caen en buenas manos, se convierten en el envase perfecto para que ciertos niños descarriados (Quentin Tarantino, Barry Sonnenfeld y ahora Steven Soderbergh) vuelvan a “la buena senda”. Hasta hace poco, el pobre Leonard parecía condenado a ser un escritor de segunda, cuyos libros circulaban mayormente en esas ediciones de bolsillo que se venden en aeropuertos, así como las películas basadas en sus libros parecían tener destino seguro de relleno en los estantes más olvidables de los videoclubes. Entonces Barry Sonnenfeld le propuso filmar Get Shorty y las cosas dieron un vuelco: poco después Tarantino eligió otra novela suya (Rhum Punch) para hacer Jackie Brown y enseguida Sonnenfeld y Danny DeVito le pidieron al escritor otra novela para llevar al cine, con el taquillero George Clooney al frente del reparto. Leonard estaba terminando la historia de un ladrón de bancos no violento (jamás usó un arma en sus asaltos) que se ha pasado la mitad de la vida entrando y saliendo de prisión y que, en una de sus fugas carcelarias, se topa con una bella aspirante a agente del FBI. Sonnenfeld y DeVito le compraron de inmediato los derechos.
La elección del realizador fue inesperada: luego de dirigir Hombres de negro, Sonnenfeld prefirió mantenerse en un segundo plano, como productor, y sorprendió a medio Hollywood llamando a Steven Soderbergh, el niño prodigio de Sexo, mentiras & video, que nunca logró repetir su éxito inicial (su filmografía posterior incluye joyas como El rey de la colina, bodrios como Kafka y un psicodrama noir llamado The Underneath, las tres estrenadas aquí sólo en video). Y Soderbergh, a su vez, sorprendió a la otra mitad de Hollywood: optó por no seguir al pie de la letra los seguros pasos de Sonnenfeld en Get Shorty, evitó el obvio producto “canchero” (en los diálogos, la cámara, las actuaciones y la banda de sonido), quizá sabiendo que Tarantino estaba haciendo otro Leonard al mismo tiempo. Optó por hacer una comedia romántica a partir del thriller original.
Como primera medida, despojó al ladrón de bancos del aura de lumpenaje white trash que caracteriza a todos los personajes de Leonard: sabiendo que contaba con Clooney, Soderbergh y el guionista Scott Frank le dieron un aire à la Cary Grant en Para atrapar a un ladrón, que se potencia con la presencia de Jennifer Lopez. Hacía tiempo que no se daba tanta química en una pareja protagónica: especialmente en una pareja que no se caracteriza por su nivel actoral. Soderbergh evidentemente lo sabía y agregó una astucia estructural a la película que disimula las limitaciones actorales de la explosiva pareja: quebró la linealidad del argumento “policial” para lograr una historia que va y viene vertiginosamente en el tiempo, de la misma manera que los errores del pasado cruzan como flashespor la cabeza de ese ladrón de bancos y por la memoria de esa aspirante a agente del FBI que hace sufrir tanto a su padre porque nunca se enamora del “hombre indicado”. De hecho, la película se eslabona como una sucesión de grandes escenas , cuyo hilo conductor es el efecto hipnótico que tuvo en ambos protagonistas su primer encuentro y descarado flirteo ... dentro del baúl de un auto.
Desde Los Angeles al desnudo (LA Confidential) y Juegos de placer (Boogie Nights) no había una película que tuviera tantos personajes y estuviese tan bien contada. Los famosos en roles secundarios (o cameos sin crédito) están a la orden del día: Michael Keaton (haciendo al mismo agente de policía que hacía en Jackie Brown) es el fugaz novio de la espectacular (y culona, vale agregar: es notable el tamaño del culo de Jennifer) dama al comienzo de la película; el impagable Dennis Farina es el sufriente padre; el compadre de felonías de Clooney es Ving Rhames (el Marcellus Wallace de Pulp Fiction); Albert Brooks (el locutor que transpiraba en Detrás de las noticias) es un banquero estafador que termina en la misma cárcel que Clooney; Nancy Allen (la chica de Vestida para matar) es su casera-amante; y Samuel Jackson aparece como un inquietante presidiario experto en fugas, en los últimos minutos del film.
Pero el atractivo mayor de Un romance ... reside, en partes iguales, en la pareja principal y en la astucia con que resucita un género moribundo: cuando ya parecía imposible una comedia romántica que no fuera cursi, sosa y bienpensante Soderbergh encontró el punto justo de aspereza y encanto, amparándose en la vieja fábula de la rana y el escorpión (“Te pico porque está en mi naturaleza”) que había usado Neil Jordan en El juego de las lágrimas. El ladrón interpretado por Clooney y la policía interpretada por Lopez son tal para cual precisamente porque padecen el mismo síndrome: no pueden dejar de ser la policía y el ladrón que son. Así les va.

 

“Woody, no me parece bien que te hayas casado con una china”

Cuatro films renuevan hoy a full la cartelera cinematográfica porteña, en un lote encabezado por una comedia romántica, aunque de tono policial, de Steven Soderbergh, en cuyo centro está la química de los protagonistas. El documental sobre el geniecillo de Manhattan es una perla para voyeurs allenmaníacos que, se sabe, hay por miles en Buenos Aires.

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La relación entre Allen y Soon-Yi Previn es central en “Blues del hombre salvaje”, de Barbara Kopple.
Entre las escenas inolvidables está la de la visita del equipo a la casa de los padres del director.

Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) ¿Quién es Woody Allen? ¿Es el mismo que año tras año nos hace pasar dos de las mejores horas de nuestra vida, con cada una de sus nuevas películas? ¿Es el hipocondríaco, maniático, paranoico y romántico que nos ha hecho creer que es desde Sueños de seductor hasta Todos dicen te quiero? ¿O hay otro Allen detrás de la máscara de Woody? Blues del hombre salvaje, el documental de Barbara Kopple (la cineasta norteamericana más reconocida en su campo, ganadora en dos oportunidades del Oscar de Hollywood al mejor documental) no responde a ninguna de estas preguntas. Al menos, no las responde a fondo, como si nunca se hubiera propuesto mucho más que el típico film de gira de un grupo o un artista, a la manera de los rockumentaries de los años ‘70. Claro, la diferencia está en que nadie se interesaría por la modesta New Orleans Jazz Band si no fuera porque el esmirriado clarinetista del conjunto es Mister Allen. El mismo no sabe muy bien qué hace allí, en medio de ese tour agobiante (18 ciudades de Europa en 23 días), acosado por los paparazzi como si fuera Mick Jagger, lejos de sus rutinas en Nueva York y de su ritual jam session semanal en el pub, donde viene tocando todos los lunes desde hace más de veinte años.
Salvo la gira en sí misma, a la que Allen mismo considera una digresión en su trabajo, no hay sorpresas en Blues del hombre salvaje. Ya se sabe que en Europa la gente lo ama tanto como en Buenos Aires, que Woody quiere a París como si fuera su segundo hogar (“Me gusta su clima gris, sus días de lluvia, caminar por sus calles sin sol”, dice), que también adora Venecia, aunque un paseo en góndola pueda parecerle una pesadilla y hasta fantasee con que el gondoliere bien puede estrangularlo a la vuelta de algún canal oscuro y serpenteante. Woody se viste exactamente como en cualquiera de sus películas, con su eterno pantalón de pana (un número más grande de lo que le corresponde) y una camisa arrugada. ¿El clarinete? No toca mal, pero él es el primero en reconocer sus limitaciones, en el comienzo mismo del film, casi como si pidiera disculpas. Sucede que tocar ese jazz gutural, primitivo lo hace feliz: “No hay nada cerebral entre uno y el sonido”, explica. Y hasta arriesga una metáfora: “Es como darse un baño de miel”.
Hay algo, sin embargo, en este Wild Man Blues que lo hace un film especial, distinto a los demás de Allen y es su nueva partenaire. Si a lo largo de su obra Woody fue dando pruebas de su amor a Diane Keaton primero y a Mia Farrow después, aquí le llega el turno a “la notoria Soon-Yi Previn”, como él mismo la presenta en uno de los tantos agasajos que debe padecer a lo largo de la gira. Ella es la única, auténtica novedad de la película de Kopple, y Kopple lo sabe. Ahí está, por fin, la posibilidad de mirar un poco por el ojo de la cerradura y ver cómo es la actual esposa de Allen, la que provocó el escándalo y la demonización. Y ella también, claro, parece salida de una película de Allen, un poco como Mariel Hemingway en Manhattan o Juliette Lewis en Maridos y esposas, una joven siempre en control de la situación, casi una adolescente (aunque ya tenga 27 años), que al mismo tiempo que se permite retarlo por todo y darle lacomida que a ella no le gusta. Y que no tiene problemas en reconocer que nunca leyó ni una sola línea de lo que escribió Woody y que ni siquiera vio uno de sus auténticos clásicos, Annie Hall.
El final de Wild Man Blues también parece una de las tantas ficciones (¿ficciones?) de Allen, un almuerzo en el infierno, una visita a la casa de sus padres nonagenarios, en la que la madre, como si la cámara no estuviera presente, le dice a Woody, delante de Soon-Yi: “No me parece bien que te hayas casado con una china. Hubiera preferido una buena chica judía”. Parece un diálogo de Los secretos de Harry, pero con la diferencia de que allí no hay guión ni ensayos previos. Es pura materia prima.


 

“LA MEJOR DE MIS BODAS”, DE FRANK CORACI
¿Qué clase de mundo es éste?
Por Dolores Graña

Cuadro.gif (5731 bytes)t.gif (862 bytes) Peinados kilométricos, Wall Street, American Psycho, Dire Straits, los dos Bruce (Springsteen y Willis): 1985 en Estados Unidos. En medio de la fiebre consumista, todavía hay quien adora los animales, trata bien a las viejitas y considera el casamiento como la mejor forma de realización personal. Sí, Robbie Hart (Adam Sandler) quiere casarse a toda costa con su novia Linda (Angela Featherstone), rezago de tiempos mejores, cuando era el líder de una prometedora banda de rock local. Pero las cosas son diferentes ahora: el cantautor inédito dedica sus días a animar casamientos, barmitzvahs, comuniones y cualquier tipo de evento social que involucre cantidades monumentales de comida y mucha gente extraña que tiene que compartir la mesa. Todo transcurre apaciblemente en las vísperas de su casamiento, en donde conoce a Julia Sullivan (Drew Barrymore) una encantadora camarera que pena porque su prometido no se decide a dar el gran paso. De pronto, lo inconcebible sucede: Linda lo planta en el altar, a él que da clases de música a viejecitas deseosas de sorprender a su marido en sus bodas de oro y no les cobra, siempre tiene una palabra de aliento para recién casados en problemas y busca desesperadamente la sonrisa de mamá. ¿Qué clase de mundo es éste?
Aquí arranca lo mejor de la película: Robbie entra en un trance psicótico y decide arruinar cuantos casamientos pueda, arremetiendo con una versión inolvidable de Love Stinks (“El amor apesta”, de la J. Geils Band) e incitando a la rebeldía a esos indeseables que se encuentran en todos los casamientos. Julia por fin recibe el pedido de mano, justo en el momento en que Robbie decide dejar el negocio, dejándole el camino libre a su competidor (cameo de Jon Lovitz, el de la gloriosa The Critic, en una desopilante parodia de Tom Jones en Las Vegas). El cantante de bodas decide ayudar a Julia a organizar su casamiento, puesto que el novio (decálogo del perfecto yuppie) no parece demasiado interesado en tales minucias. Robbie descubre que Glenn es un mal tipo, que engaña impunemente a la adorable Julia y que sólo él puede hacerla feliz y el gran cameo de Steve Buscemi (un padrino amargado por el destino) pasa al olvido y todo se encarrila para el lado más fácil.
La mejor... es una comedia romántica redondita, de ésas en las que el placer no está en la sorpresa o la perspicacia de los diálogos, sino en la posibilidad de adivinar todas y cada una de las mínimas vueltas de tuerca del guión y decir “¿Viste?”. Y una película de época, en donde todo está supeditado al verosímil ochentista: una excelente banda de sonido, guiños a famosas parejas ya disueltas, modelitos inverosímiles o la obsesión del tecladista de la banda de Robbie (el pintoresco Alexis Arquette) por cantar una y otra vez la deprimente Do You Really Wan To Hurt Me? de Culture Club. Sandler (retoño de la cantera Saturday Night Live y extraño clon de Bob Dylan) pone en escena burlas indoloras y chistes simpáticos, como si todo el tiempo estuviera pendiente de no pasarse de la raya, en no ofender a nadie y seguir siendo el preferido de las madres. Es en los pocos momentos en donde se olvida de serlo cuando puede vislumbrarse la gran pequeña película que se perdió de filmar.


 

“ANTZ”, OTRO PRODIGIO DE LA FACTORIA DE STEVEN SPIELBERG
Un film con destino de hito generacional

Por Martín Pérez

cuadro4.gif (5200 bytes)t.gif (862 bytes) En uno de los diálogos más memorables del film Last days of disco, tercer opus del director norteamericano Whit Stillman, uno de sus protagonistas asegura que el ecologismo tuvo su punto inicial con una película de dibujos animados. Todo comenzó, según el guión de Stillman, con una generación de niños angustiada al ver morir a la madre de Bambi víctima de un cazador inescrupuloso. De la misma manera, Antz tal vez deje su marca en el mundo. Porque, después de identificarse con los protagonistas del flamante film animado de Dreamworks, la factoría de Steven Spielberg, quizá toda una generación lo pensará mucho antes de pisar una hormiga. Las hormiguitas, son protagonistas, al fin y al cabo, de esta comedia romántica y de aventuras estelarizadas en el original por las voces de Woody Allen y Sylvester Stallone, entre otras.Aqui los chicos verán la versión doblada al castellano y habrá funciones nocturnas subtituladas para los adultos, que acaso la disfrutarán mejor.
Desde su primera escena, Antz deja bien en claro qué clase de película quiere ser. Mientras la cámara va internándose bajo tierra hasta llegar a mostrar el hormiguero desde dentro, la historia se presenta a través de una voz en off. “Mi madre no me prestaba la suficiente atención”, se queja un paciente que está siendo psicoanalizado. “Claro, se hacía muy difícil siendo el niño del medio ... de una familia de cinco millones de hermanos.” El truco es sencillo: las maravillas de la animación para fascinar a los chicos, los guiños en los diálogos para entretener a los padres. Así es como adultos y niños se dejan llevar por la clásica historia —como bien resume la voz de Allen al finalizar el film— de cómo “un chico conoce a una chica, y termina cambiando el orden social imperante”. El chico es Z (Allen). La chica es la princesa Bala (con la voz de Sharon Stone), destinada a casarse con el desagradable y genocida General Mandíbula (Gene Hackman). Y el orden social imperante es el que decide, desde su nacimiento, el destino de cada hormiga: obrero (como Z) o soldado (como Weaver/Stallone, su mejor amigo). Pletórica en escenas asombrosas —como la hormiga maravillada por lo que ve, antes de morir chamuscada—,Antz es algo lenta y algo esquemática. Se trata de animación computada, y dentro de esos parámetros se extraña la libertad de la animación tradicional (que sólo se disfruta en la escena en que las larvas se enteran si van a ser obreras o soldados). Eso sí, cada frase de Allen vale. Como su opinión cuando las hormigas marchan a enfrentarse con sus vecinos: “En vez ir a la guerra, ¿por qué no influimos en su proceso democrático?”.

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