Un poderoso hombre de negocios sale de una fiesta en Beverly Hills conduciendo un auto muy lujoso y muy rebelde. Tanto, que el auto lo lleva no donde él quiere (al Beverly Hills Hotel), sino al encuentro de su destino, al encuentro de la prostituta que cambiará su vida. Ella se llama Vivian Ward y él Edward Lewis. Ella es Julia Roberts y él es Richard Gere. La película es Mujer bonita. Y tiene algo (sin duda inteligente y, sobre todo, muy entretenido) para decir acerca del capitalismo salvaje... y los héroes de los cuentos de hadas. Porque la peli es (y no pretende ser otra cosa) sólo eso: un cuento de hadas. El auto de Lewis se detiene en el Hollywood Bvrd. --por donde se pasea Vivian en busca de clientes-- y ahí se atasca. Kit, la amiga de Vivian (deliciosa Laura San Giacomo), le dice que no se pierda la oportunidad y aborde al sin duda millonario poseedor de semejante auto. Vivian, contoneándose, se acerca hacia Lewis y, en menos de un minuto, es ella la que está manejando el auto y llevando a Lewis al Beverly Hills Hotel. Lewis la lleva a su habitación. Lo que sigue es el resto de la peli y no es nuestro tema. Quiero decir, de todos los temas de la peli (Lewis-Pigmalion y Vivian-Cenicienta o la Cindifuckingrella, como dice Kit) sólo vamos a detenernos en uno: la notable intervención de Vivian en los negocios de Lewis. Estamos en esto: Lewis es obscenamente millonario, Vivian es una prostituta que derrocha encanto. Lewis la contrata por una semana y --no podía ocurrir de otro modo-- hacen el amor y se preguntan cosas uno al otro. Así, Vivian le pregunta qué tipo de negocios hace. O sea, de qué se ocupa. Lewis dice me ocupo de ganar dinero. Vivian le pregunta haciendo qué. Lewis le dice no hago nada, sólo gano dinero y con el dinero que gano... gano más dinero. Vivian (acostumbrada a la tradicional organización burguesa del mundo) le dice que no entiende. Que para ganar dinero uno tiene que fabricar algo y venderlo. Lewis le dice que él no fabrica nada. Al contrario, desmonta fábricas, las vende en partes, las convierte en dinero y con ese dinero sigue haciendo dinero. A Vivian esto parece no gustarle. Lewis la lleva a una cena de negocios (para la cual la ha hecho vestir maravillosamente). En esa cena se encuentra con el naviero James Morse (Ralph Bellamy). Lewis quiere --según sus hábitos de capitalista hiperfinanciero, posmoderno y salvaje-- desmontar la empresa de Morse, dejar a toda esa gente en la calle y volatilizar en papeles, en dinero, todo lo que era una institución venerable y familiar que había ofrecido trabajo a muchos obreros a lo largo de mucho tiempo, esos tiempos laboriosos de la burguesía productiva. Lewis y Morse discuten. Morse quiere no vender la empresa, sino salvarla. Y sólo puede hacerlo si Lewis se asocia con él. Pero Lewis no tiene nada que ver con el capitalismo productivo. Es un hombre de finanzas. No produce mercancías, sólo quiere ganar dinero para ganar más dinero. El abogado de Lewis, que es malvadísimo y se llama Philip Stuckey (formidable Jason Alexander), es el más interesado en desmontar la empresa naviera de Morse y hacerla picadillo, es decir, dinero. Todo pinta mal. Pero... aquí interviene Vivian, la Hollywood hooker. (O si prefieren: la puta hollywoodense.) Y ella es tan pero tan buena que se apiada de Morse y de todos los que perderán su trabajo. Y le dice a Lewis (quien, al cabo, es su Príncipe, pero no el de Maquiavelo sino el de la Cenicienta) que no sea malo, que tenga corazón, que haga cosas buenas. En suma, que se asocie con Morse, salve la empresa naviera y mantenga los valores esenciales del viejo capitalismo: la producción, el trabajo, las mercancías. Los valores de un mundo todavía objetal, tangible, humano. No el vértigo del capitalismo salvaje en que Lewis se ha acostumbrado a vivir. Y (así son los cuentos de hadas) Lewis acepta. Despide de la enorme sala de reuniones a todos los financistas --también a Philip Stuckey, su abogado-- y se encierra con Morse para negociar el salvataje de la empresa naviera. Lewis se vuelve bueno. ¿Cómo? Retornando al viejo capitalismo burgués. El dinero está al servicio de la producción. Hay fábricas, hay máquinas, hay trabajo, hay obreros. (Tal vez Vivian Ward leyó El horror económico de Viviane Forrester y quedó devastada por el dolor. Al cabo, noten la simetría: Vivian-Viviane. No creo que los guionistas de Mujer bonita le hayan puesto Vivian a Julia Roberts pensando en Viviane Forrester pero, para qué negarlo, la casualidad es sugerente.) El malvado Philip Stuckey sospecha que esa zorra de Vivian algo ha tenido que ver en este descalabro moral de Lewis. Sólo esa sucia prostituta de Hollywood Boulevard pudo hacer retroceder al brillante Edward Lewis a los páramos olvidados y arcaicos del capitalismo burgués. La busca en el Hotel Beverly Hills y la quiere violar. Aparece Lewis y le da una formidable trompada. (Se lastima la mano, cosa que indica que Lewis no está acostumbrado a dar piñas sino a contar dinero.) Stuckey, humillado y furioso, se va. Lewis queda con Vivian. Y el final es superfeliz. Lewis ha transformado a la Cenicienta (la hizo millonaria) y la Cenicienta transformó a Lewis: hizo de él un hombre sensible, un burgués ligado a la producción y no a la especulación financiera. Para qué negarlo: para Hollywood, todavía, los príncipes buenos son los que están ligados a la productividad y crean fuentes de trabajo. Y las cenicientas-hadas son las que devuelven la sensibilidad al corazón frío de los millonarios, y los arrancan de las garras del capitalismo salvaje, que es odioso, tan odioso como Philip Stuckey, que quiso violar a la buena de Vivian sólo porque ella no compartía los postulados morales del capital fin de milenio. Imaginen ahora la secuela de Mujer bonita. Me han dicho que el guión
ya está listo. Me han dicho que en Mujer bonita II Edward Lewis, atrozmente arruinado por
sus absurdas inversiones navieras, se transforma en el pimp (o cafishio) de Vivian quien,
por su empecinamiento en enfrentar los designios inexorables del capitalismo salvaje, ha
retornado al Hollywood Boulevard para ejercer su viejo oficio. Un perfecto y maravilloso
final infeliz. De esos que --según Quintin-- son los únicos que me gustan a mí. |