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Por Michael Vesty Puramente por accidente, me vi involucrado en un ejemplo de la cooperación del general Pinochet con Gran Bretaña durante la guerra de las Malvinas, en 1982. Como reportero de la BBC, estaba sentado en mi cuarto del hotel Cabo de Hornos en Punta Arenas, al sur de Chile, cuando sonó el teléfono. Era un contacto militar que había hecho al llegar, que quería que fuera urgentemente a su oficina. No quería explicarme por qué por teléfono. Los militares controlaban entonces cada región de Chile y para los que intentábamos cubrir la guerra desde el lugar no-argentino más cercano era muy útil tener un contacto uniformado. Como mínimo, necesitábamos autorización militar para volver a cualquier punto cercano a la frontera argentina, que queda apenas cruzando el canal de Magallanes, en Tierra del Fuego. Mi contacto era un hombre bien educado y encantador que hablaba perfecto inglés. Conocía bien las fuerzas armadas británicas y, como tantos chilenos, era un gran anglófilo. El cónsul local tenía apellido inglés y un joven granjero del que me hice amigo era medio escocés. Todos tenían algo en común: no les gustaban los argentinos. En esa época, Chile estaba casi en guerra con su vecino por las islas del canal de Beagle. El gobierno chileno estaba más que feliz de ayudar a Inglaterra, permitiendo que sus aeronaves operaran desde su territorio y usaran sus bases. Cuando llegué a la oficina de mi contacto, que no puedo nombrar, me dio una hoja de papel con renglones, arrancada de un cuaderno, que todavía conservo. Arriba de todo estaba escrito A1. Y más abajo: 1 unidad pesada, 2 unidades livianas, 13-1400 hora Zulu. Lat 54 00S, Long 65 40W. Curso evasivo 355o, 18 nudos. ¿Puede pasarle esto a su gente?, me preguntó mientras leía. ¿A la BBC?, respondí. Sonrió. No, a su gobierno. Me di cuenta de que, como miembro del régimen militar, él estaba asumiendo que yo trabajaba para el gobierno británico, que cada empleado de la BBC tenía que ser un espía. Le expliqué que no era así, que nunca había trabajado para el gobierno, pero él insistió en que pasara la información. ¿Qué significa? pregunté. No puedo decirlo, pero su gobierno lo entenderá. Es importante, me contestó. Le dije que lo haría y mientras caminaba de vuelta a mi hotel me preguntaba qué querría decir la nota y a quién podía pasarla. Obviamente describía una maniobra naval y una posición pero, ¿de qué?. Yo había pasado recientemente de Sudáfrica a Centroamérica vía Nicaragua, Panamá y Brasil, y estaba cubriendo la guerra y las elecciones en El Salvador cuando estalló la crisis de las Malvinas. Había llegado directo de Salvador y no había tenido tiempo de familiarizarme con las capacidades militares argentinas. También vivía un dilema. ¿Estaba comprometiendo mi independencia como periodista al ayudar? Después de todo, se supone que los periodistas no tenemos que trabajar para ningún gobierno, incluyendo el nuestro. Después decidí que no estaba trabajando para ningún gobierno, sino meramente actuando como intermediario. Y como las fuerzas armadas británicas eran una de las pocas instituciones que admiraba sin reservas, me pareció absurdo negarme a ayudar a nuestras fuerzas cuando enfrentaban a un régimen malvado como el del general Galtieri. Aunque como periodista tenía que mantenerme imparcial, como ciudadano yo sabía de qué lado estaba en esta guerra: Gran Bretaña. Por lo tanto, llamé desde el hotel al agregado militar de la embajada británica en Santiago, y le dije que tenía una información A1 proveniente de los militares locales. ¿No puede mandarme un télex?, me contestó. Le expliqué que el hotel no tenía uno y que mandarlo significaría ira al correo local. Es que no somos los únicos escuchando esta conversación, me dijo, sonando a espía. Sin embargo, finalmente accedió a que le dicte el papel y, al terminar, me colgó abruptamente. Me olvidé del tema hasta que llegaron las noticias de que habían hundido al Belgrano, que había sido abandonado por sus dos destructores de escolta. Sonaba sospechosamente parecido a la unidad pesada y las dos livianas de la nota, pero había varios aspectos misteriosos. ¿Por qué mi contacto no había llamado o mandado un télex a Santiago él mismo? ¿Por qué pedirme que lo haga? También asumí que un satélite americano había seguido al Belgrano, aunque luego supe que en ese momento los británicos no tenían acceso a información de satélite. Al parecer para devolverme el favor, mi contacto me dio una primicia. Una tarde me llamó para decirme que uno de sus helicópteros cayó a veinte kilómetros al oeste de aquí. Es un Sea King. La tripulación pensó que estaban en la Argentina y se esfumó. Le conté las novedades a mi equipo de televisión y fuimos a buscar la nave. Efectivamente había un Sea King en la costa del canal, exactamente a veinte kilómetros del hotel. La cabina estaba quemada. Cuando llamé a la BBC en Londres para pasar mi nota en el programa PM de Radio Cuatro, me dijeron que el Ministerio de Defensa negaba que se hubiera perdido algún helicóptero. Pero acabo de verlo, dije. ¿Cómo sabe que es un Sea King?, me contestaron. Pero pude pasar mi nota y el ministerio repentinamente decidió confirmarla. La historia que me contó mi contacto, que el helicóptero había tenido una falla en el motor sobre lo que pensaban era territorio enemigo, fue un ejemplo temprano de desinformación. En realidad era un grupo de comandos del SAS regresando a lo que, creo yo, era su base en Chile, algo que ni los chilenos ni los británicos iban a admitir. Lejos de estar escondidos en los montes comiendo sus raciones de emergencia, la tripulación estaba sin dudas sentada confortablemente en una base chilena. Pensando que alguien en Punta Arenas iba a encontrar tarde o temprano el helicóptero, Londres y Santiago decidieron administrar la información. Aun así, todas las primicias ayudan y me gustó que mi contacto me eligiera para recibir la historia. Me quedé en Punta Arenas unas seis semanas, sabiendo que era lo más cerca que llegaría de la guerra. Durante mi estadía nunca hablé de la nota pero una noche, cenando, él me habló de su satisfacción por el hundimiento del Belgrano. Siempre andaba espiándonos, dijo. Al parecer, el Belgrano solía deslizarse por la accidentada costa chilena, escondiéndose en los archipiélagos del sur, para espiar el tránsito militar. Mi contacto lamentaba la pérdida de vidas, pero culpaba a los barcos de apoyo por abandonar al crucero cuando recibió un torpedo del Conqueror. En Londres, un tiempo después, lo llevé a almorzar y le pregunté si la nota contenía la posición del Belgrano. Se encogió de hombros. Puede ser dijo, no sé.
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