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Por Martín Granovsky desde Jerusalén Luces. El quinto piso de la casa de un amigo en un barrio de la zona sur de Jerusalén. Un amplio balcón terraza para mirar el milagro de una noche seca de primavera en pleno otoño. Luces. ¿En qué dirección están las colonias que se están asentando sobre territorio que corresponde a los palestinos? Ahí señala el amigo. ¿Por ahí, dónde? No dije por ahí. Exactamente allí, en esas tres luces juntas. Las tres luces están a cinco cuadras del balcón. Y unos centímetros más lejos se ve Betlehem, o Belén, uno de los territorios bajo control de la Autoridad Palestina de Yasser Arafat. Jerusalén, a sólo 70 kilómetros de la frontera con Jordania, está a nada más que 45 minutos por autopista de Tel Aviv, sobre el Mediterráneo. Con el Medio Oriente podría estrenarse una categoría: la densidad de conflictos por metro cuadrado. Es seguro que la zona ocuparía el primer lugar. *** Hija. Los religiosos ultraortodoxos se concentran en el barrio de Meah Shariv. Reciben un subsidio del Estado para sus yeshiva, las escuelas donde se estudia la Torah y se reza, y así mantienen pobremente a sus familias de diez hijos. Todos visten como en las aldeas del centro de Europa en el siglo XIX: largos sacos negros, zapatones, camisa blanca, sombrero negro. Hablan yddish, el antiguo dialecto de los judíos europeos. El hebreo, entre ellos, es sólo para los libros sagrados. Los chicos visten el mismo atuendo que los padres. Las chicas, polleras largas y las mangas siempre hasta el puño. Un cartel estipula que la hija judía debe vestir decorosamente y evitar la inmodestia. *** Muro. Judíos ortodoxos. Judíos laicos. Judíos sacudiendo la cabeza hacia adelante y hacia atrás mientras leen el rezo o lo dicen de memoria. Los hombres de un lado. Las mujeres del otro. Detector de metales para entrar a la zona. Turistas. Y frente a todos, el Muro de los Lamentos, lo único que queda de la pared externa del gran templo que el emperador romano Tito destruyó. Los que llegan ponen un papelito con nombres o pedidos entre las piedras del templo. Los que están se lamentan de la pérdida del templo. *** Palestinos. Entrar a Belén toma diez minutos desde las afueras de Jerusalén. Como ir
de Constitución a Lanús. Sólo hay que pasar un retén israelí, otro palestino y ahí
está la ciudad en medio del desierto. Dos policías palestinos de azul sin vientre
bonaerense en una esquina. Hablan un inglés perfecto. Policías al fin, antes de
contestar interrogan. Primera pregunta, el peso actual de Diego Maradona. Segunda
pregunta, bajo el modo de una afirmación, si realmente importa que esté tan gordo.
Tercera, por qué Menem no consiguió su segunda reelección. *** Velas. En la iglesia de Belén una cripta recuerda el nacimiento de Jesús. El calor es sofocante ahí abajo. Un señor pone el retablo de madera de olivo que acaba de comprar sobre la estrella que simboliza el nacimiento. Una señora estalla en un llanto convulsivo, que no puede parar. Un sacerdote gordo y barbado los ignora. Se agacha y prende sólo dos velas. Las otras siguen apagadas. Es un ortodoxo griego y le toca ocuparse solo de esas velas. El ortodoxo ruso y el católico se meterán después con las suyas. La división del trabajo de la Cristiandad. *** Misa. En el Santo Sepulcro de la Jerusalén antigua, donde los cristianos veneran el sitio donde Cristo fue enterrado después de la crucifixión, también reina la división de tareas y las misas se escalonan. Una tarde en la iglesia. En la penumbra, diez franciscanos recorren las estaciones de la cruz en dos filas indias, sosteniendo con la misma mano el libro y una vela. Rezan en latín y cantan, también en latín, en una ceremonia que no habría disgustado al Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa. Cerca, un hombre besa la piedra del Santo Sepulcro diez veces, y otras tantas se persigna. Reza y llora. De afuera llega el sonido agudo del rezo musulmán, que un micrófono esparce por toda Jerusalén. La mística no tiene paredes. *** Mercado. El mercado de Jerusalén, el shuk, empieza a un costado de la calle Jaffa. La avenida no es más ancha que Córdoba, pero sí más importante. En una ciudad de 600 mil habitantes que se expande sobre montes y colinas la cantidad de avenidas centrales es menor que en una ciudad de llanura. Jaffa, por eso, es la calle desde donde comienzan las peatonales. La de los embotellamientos. La de la terminal de ómnibus. Y también la del mercado, una maravillosa aglomeración al estilo de una vieja feria de barrio donde los gritos permiten adivinar, o disimulan, el precio del caqui, del arenque, de la ensalada de repollo colorado con crema para el falafel, los pomelos del tamaño de un melón y los jugos de zanahoria. El shuk es el lugar preferido de los judíos pobres, de los judíos curiosos y de muchos palestinos. La mayoría sigue yendo aunque en julio del año pasado un coche bomba mató a 15 personas. *** Atentado. Como cualquier otra ciudad en guerra, abierta o latente, Jerusalén sigue la psicología del sobreviviente: a mí no me va a tocar. Nadie, o casi nadie, vive pensando que morirá por la explosión de una bomba. Nadie, o casi, cambia su rutina. En buena parte, no podría hacerlo. Nadie deja de pasar por la calle de Jaffa. Nadie evita tomar un ómnibus atestado en hora pico. El viernes 6 de noviembre un atentado puso a prueba la psicología de Jerusalén. Un Fiat 127 destartalado avanzó a los tumbos por Jaffa rumbo al mercado con dos personas a bordo. Cuando empezó a despedir humo y un ruido de fuegos artificiales la policía acordonó la calle. Segundos después el auto reventaba con el conductor y su acompañante, aparentemente suicidas en misión explosiva sobre la zona más poblada de Jerusalén, pero las fallas del principio habían puesto sobre aviso a la gente. Dos muertos y 15 heridos, dijo la radio. Con esas informaciones cada habitante de Jerusalén, judío o árabe, desplegó la misma rutina. Tomó el primer teléfono a mano, llamó a casa o al trabajo para hacer el conteo de la familia, luego lo repitió con los amigos y en algún caso tranquilizó a los familiares en el exterior. Después lloró por los heridos en este caso nadie de las posibles víctimas lloró a los muertos y archivó el episodio en un rincón de la memoria. Un rincón lejano: en Jerusalén la vida es más fácil para los inconscientes que para los valientes. *** Hora. La bomba de la Jihad Islámica contra el proceso de paz puesta en el mercado explotó a las diez menos diez. La bomba contra la AMIA en Buenos Aires fue a las diez menos diez. Un dato en el que, hasta ahora, nadie reparó. *** Gas. En un bosque está el Yad Vashem, el museo del Holocausto. Una vitrina muestra unas latas verdes, como las viejas latas de aceite de auto. Hay cristales blancos desparramados. Degesch, se lee. También se lee que tienen 1200 gramos. Una calavera acompaña la inscripción Giftgas!. Y otra inscripción indica el contenido: Zyklon B. Con ese gas los nazis mataban a los judíos. *** Chicos. Fuera de la estructura principal del museo, tras pasar el camino donde un olivo rinde homenaje a Oscar Schindler, unas columnas truncas de piedra caliza blanca, la piedra típica de Jerusalén, simbolizan cada vida que se cortó. Y otra construcción más es un memorial dedicado a los chicos. Se llega por una rampa como a una cueva, y una vez adentro el ambiente oscuro es sobrecogedor. Cuando la vista se acostumbra a la falta de luz ve, al frente, fotos de chicos, en blanco y negro, y una cúpula de cientos, miles de velas. (Después, una explicación permitirá saber que son sólo cuatro velitas reproducidas por un sistema de espejos.) Una grabación pasa las voces secas de una mujer y un hombre. Sólo leen, en inglés y en hebreo, los nombres de los chicos muertos, su edad y su país de origen. Por ejemplo: Abraham Posternak, siete años, Polonia. En una letanía se escucha la música levemente fúnebre de un shofar, el cuerno de los pastores judíos. A la salida la gente entrecierra los ojos por el sol impiadoso de Jerusalén. Es para muchos una forma de mostrar, con pudor, su llanto. *** Mezcla. El poder evocativo de Venecia, la parquedad quijotesca de Avila, la luz dorada de Carcasona, los cipreses de Florencia, más el desierto, los olivos, el monte, la piedra blanca, la historia completa del mundo árabe, la vida de Cristo, el primer templo de los judíos, el segundo que destruyó Tito en el año 70, las Cruzadas, la mezquita de Omar, el rey David, el aroma embriagador del curry y el clavo de olor en los puestos del mercado árabe, los chiquitos palestinos que juegan al fútbol contra una pared de 2500 años, las callejuelas en pendiente, el olor a cuero de los puestos de sandalias, la música oriental árabe con tambor, el tambor de la música oriental judía, las kafylas árabes, los kippás judíos, las cruces portentosas de los armenios, las patrullas de uniforme verde, las miradas de soslayo de judíos y palestinos el día después del atentado: el cóctel de la Jerusalén antigua, con su barrio judío, su barrio armenio, su barrio cristiano y su barrio musulmán. Antes unos convivían con otros. Hoy también, pero a la fuerza. Se sospechan, se recelan y se temen. Los árabes dicen estar hartos de la mirada vigilante de los judíos. El gobierno israelí reivindica a Jerusalén como ciudad santa. Y propia. El centro de la fe de los judíos y la capital de su Estado. Los palestinos reclaman, por lo menos, la parte de la ciudad que antes controlaban. Es muy difícil hallar a quien parezca dispuesto a un compromiso superior de convivencia o a internacionalizar de algún modo Jerusalén. *** Discusión. Antes de embarcar en Tel Aviv cada pasajero debe cumplir con un
interrogatorio de por lo menos 15 minutos. Un equipo de chicos y chicas de no más de 25
años guiados por una jefa de no más de 30 pregunta si uno mismo hizo la valija o si
recibió paquetes ajenos. Es posible también un diálogo como éste: *** Enemigos. Si el interrogatorio del aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv no pasa los 20 minutos, hay algo más interesante que el free shop: en la librería de la zona de embarque puede conseguirse un libro como In the land of Israel, del novelista Amos Oz, con testimonios notables y el análisis más lúcido sobre la paz en el Medio Oriente. Oz es miembro de Paz Ahora, el movimiento que él mismo proclama alejado de una paz boba, sin política ni examen de los intereses en juego. El análisis del epílogo distingue entre los derechos de palestinos e israelíes sobre su tierra y el reclamo sobre ella. El derecho debe ser reconocido por otros. El reclamo sólo puede dejar de ser tal si otro lo reconoce como derecho. Palestinos e israelíes tienen, ya, derechos, pero aún tienen más reclamos que derechos. El mundo, dice Amos Oz, reconoce el derecho de Israel aexistir en la tierra de Israel, pero nadie apoya el reclamo sobre toda la tierra de Israel. Y lo mismo con los palestinos. Algo más: los israelíes reconocen, con gran amargura, que los palestinos se quedarán aquí. Y los palestinos saben amargamente que los israelíes se quedarán. Sin embargo, todavía cada uno ve al otro como la encarnación de los viejos enemigos. ¿Deberían, en cambio, quererse? Amos Oz sugiere que primero hagan la paz y después cambien el corazón, porque los enemigos no hacen el amor. O hacen la guerra o firman la paz. La paz no se firma con los amigos; se firma con los enemigos. *** Armas. En cualquiera de los ómnibus urbanos por lo menos la tercera parte de los pasajeros, militares o civiles, viaja con su arma de guerra, a menudo una ametralladora Uzi que pende de los hombros, en la espalda, apuntando hacia el suelo, natural como una mochila infantil. Todos actúan como si viajar en colectivo con ametralladora fuera normal. *** Chejov. Una hermosa metáfora de Amos Oz al final de In the land of Israel: Hay una forma de resolver una tragedia a lo Shakespeare y otra a lo Chejov. Al final de una tragedia de Shakespeare puede ser que algo de justicia quede sobrevolando el escenario, pero sobre todo quedarán muertos. Una tragedia de Chejov, al contrario, termina con todos el mundo desilusionado, amargado, con el corazón roto, pero vivo. Es obvio, y lo dice, que Amoz Oz prefiere a Chejov para el Medio Oriente.
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