Por Mario Wainfeld |
Capitales golondrina vuelan de un país al otro. Dan varias vueltas al mundo por día. A veces salen abruptamente de un mercado y producen feroces crisis internacionales. La riqueza se distribuye en forma cada vez más despareja. El crecimiento no genera empleo. Eso se llama modelo económico. El presidente de Estados Unidos puede decidir en forma unilateral bombardeos sobre blancos ubicados en países extranjeros. A veces lo concreta y ataca, por caso, una fábrica en Afganistán. Los gobernantes del resto del mundo se dividen en tres grupos: el de atacados que patalea un poco, el de los que callan y el de los que aplauden. Eso se llama nuevo orden internacional. Manifestantes que se rebelan contra lo que consideran una privación de justicia a sus intereses sectoriales manifiestan en las calles de Buenos Aires, la capital de un país que ha aceptado sin beneficio de inventario el modelo económico y el nuevo orden internacional. Ocupan la calle y cortan el tránsito. Se producen embotellamientos engorrosos e irritantes por unas horas. Entonces algunos diarios y casi todos noticieros de TV coinciden en usar una palabra: caos. Nombrar las cosas es un ejercicio de poder, una forma de jerarquizarlas. Y es casi un insulto a la inteligencia del lector subrayar que las palabras modelo y orden tienen connotaciones altamente positivas (modelo es un sistema pero es también algo ejemplar). El caos, en cambio, es lo peor que hay, sólo existe antes de la aparición de Dios en la Biblia... o el nombre de la agencia dedicada a hacer el mal en la serie El Superagente 86. Una mirada crítica podría sugerir que es más caos el tránsito cotidiano, signado por la violación de las reglas legales y de cortesía, la imprudencia y el autoritarismo, que su transitoria interrupción, que causa muchísimos menos muertos o heridos. También que el ejercicio democrático de peticionar a las autoridades cuando es ejercitado pacíficamente en la vía pública refuerza la democracia y no produce quiebras ni desocupación ni pobreza masiva. Que, antes bien, es un modo eficaz de ejercer control contra los poderes económicos e internacionales. De paso, se podría recordar que Control era el nombre que tenía la agencia que aglutinaba al Superagente 86 y a los demás buenos. El manejo del lenguaje es un modo de conservar o reproducir el poder. Por eso la dictadura se autodenominaba Proceso y llamaba subversivos a sus víctimas. Es lógico que quienes se benefician con el nuevo orden o el nuevo modelo llamen caos a lo que no les conviene a lo cual, llegado el caso, reprimen apelando a los agentes del orden. No es tan lógico que quienes tienen como profesión informar, por pereza o distracción ideológica, adhieran al lenguaje del poder, desmovilizador y antidemocrático.
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