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Por Carlos Polimeni |
![]() En buena parte de los escritos académicos sobre televisión --de Pierre Bordieu, Aníbal Ford, Umberto Eco, Oscar Landi, Jorge B. Rivera, Giovanni Sartori, Heriberto Muraro, Cristian Ferrer y Jean Baudrillard, entre otros-- parece campear la visión del universitario encerrado en su burbuja, del intelectual que si un día se cae de su ego puede salir seriamente lastimado. La visión del entomólogo. Que estudia la vida de los insectos, clasificando y ordenando, definiendo y observando, pero con un distanciamiento científico que lo aleja, para mal, del mundo que investiga. Baudrillard, por ejemplo, acuñó la idea de la pantalla como un "nicho carcelario" que haría que sus usuarios tomasen conciencia de "la inutilidad potencial del mundo exterior" y quedasen flotando en un mundo catódico "del cual ya no habría necesidades de salir". La televisión, en definitiva, como un viaje de ida, en la visión moral de los funcionarios de la lucha antidroga. Reflexión que sólo puede convencer al que pensaba antes lo mismo, sólo que tal vez no lo había elaborado, pero cae como una chicana de asamblea sobre la realidad del posible debate. Al respecto, parece mucho más interesante la opinión de un plebeyo, como el cineasta John Frankenheimer, que acaba de afirmar --pese a que está en la promoción de su film Ronin, con Robert De Niro-- que "la mayoría de la gente inteligente del mundo" ya no ve cine, desencantada con su hollywoodización, y opta por la televisión por cable. El cable como un refugio contra la masificación de los gustos: he ahí una idea que los que se pusieron a ver televisión para después opinar difícilmente podrán elaborar, como es casi imposible, por ejemplo, que Juan José Sebreli pueda escribir algo acertado sobre fútbol. Y no porque no sea lo suyo, sino porque al respecto es un impostor. Alguien en una pose de otro. Eco tuvo la valentía intelectual, durante su reciente visita a la Argentina, de admitir que buena parte de aquellas dicotomías que planteó en los tempranos '70 en Apocalípticos e integrados han sido superadas por el tiempo. Muchos de los alumnos de las carreras de Ciencias Sociales de la UBA que asistían a la charla se quedaron en babia: venían de clases en donde los docentes les insistían en que ésa era la posta. A varios les pasará lo mismo cuando lleguen a leer trabajos de Michel Foucault revisando sus propias afirmaciones previas, que se han repetido --hasta tornarlas santas-- sin demasiado pensamiento crítico de por medio. Lo mismo que a Eco y a Foucault le pasó a Ariel Dorfman con los perfiles más apocalípticos de su, en época, brillante serie de libros iniciada con Para leer al Pato Donald, cruzando la historia de las ideologías con el mundo de las historietas. ¿Será en el siglo que viene el mea culpa de los apocalípticos de una realidad de imbéciles manejados por una tele omnipoderosa, como el pobre Truman Burbank en el film de Peter Weir? ¿Todos los que miran tele serán en el fondo unos pobres Truman? ¿Una mayoría? ¿O serán los menos? ¿Convirtió a alguien en soldado del imperialismo leer al Pato Donald?
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