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Por James Neilson |
![]() A la larga este cambio debería resultar positivo al hacer menos atractivo el oficio de tirano: para disgusto de la mayoría de los políticos profesionales, las organizaciones pro derechos humanos están logrando obligar a los gobiernos europeos a adecuar su actitud a su propia retórica, pero es probable que en el corto plazo las consecuencias sean menos felices. Por cierto, ya parece poco realista fantasear con una transición negociada en Cuba porque a Fidel Castro no le haría ninguna gracia correr el riesgo de compartir la suerte de su enemigo chileno, destino que le esperaría si dejara el poder antes de morir porque a muchos europeos les encantaría mostrar que su hostilidad hacia Pinochet no tuvo nada que ver con los prejuicios ideológicos. Asimismo, en Africa y Asia serán muchos los autócratas que, luego de enterarse de las noticias procedentes de Londres, se hayan puesto a revisar sus planes de retiro. Además de hacer más intransigentes a los dictadores que aún nos quedan, lo ocurrido en Londres les ha enseñado que no les convendría confiar demasiado en las sonrisas amables de sus interlocutores del Primer Mundo: el presidente, primer ministro o embajador que les habla de las excelentes relaciones bilaterales ya estará pensando en cómo negar toda complicidad cuando los tribunales de su país empiecen a reclamar la extradición del asesino. Puede que esta realidad no ponga fin a la hipocresía que es la característica más deprimente de las relaciones intergubernamentales, pero le ha agregado una dosis de tensión que está agitando a ministros de Relaciones Exteriores europeos asustados por la resistencia de los activistas a distinguir entre los dictadores ya retirados por un lado y, por el otro, aquellos que siguen aferrados al poder.
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