Por Horacio Bernades
Debería
reunirme con mi amigo Bioy Casares para preguntarle cómo seguir con el cuento que estoy
escribiendo, dice, palabras más, palabras menos, una voz en off, que luego
arremete, en inglés, con una alta cita literaria. El caminante cavila, de madrugada, por
el puerto de Buenos Aires, mientras se oye la quejumbrosa voz del bandoneón. Basada en el
relato homónimo de Julio Cortázar (incluido en Deshoras), el comienzo de
Diario para un cuento puede sonar, para el público local, a tarjeta postal, a pretensión
literaria, a almidón. Las citas cultas no escasean a lo largo del metraje: luego de Bioy
desfilan los nombres de Poe, Keats, Magritte, Lautrec, Thelonious Monk ... Tratándose de
Cortázar, tampoco falta alguna referencia tan, pero tan obvia, como el dibujo de una
rayuela sobre el asfalto.
A la larga, Diario para un cuento, coproducción entre España y la Argentina dirigida por
la checa Jana Bokova, logra superar esos pesados lastres, y también el peligro del
color local. Este pende, amenazante, del bandoneón de Rodolfo Mederos y de un
ambiente coloridamente prostibulario, así como de cierta reconstrucción de época que
parece vacilar entre los años 30 y los 50. Buenos Aires, 1952, indica un
cartel, y el diario informa que la compañera Evita ha sido hospitalizada.
Hace seis meses que llegué a Buenos Aires, cuenta Elías Denis (Germán
Palacios). Como el propio Cortázar, Denis nació en Bélgica y se gana la vida haciendo
traducciones, mientras intenta escribir un cuento que se le resiste. Denis aparece como un
personaje escindido entre mundos disímiles, encarnados en la figura de dos mujeres. Por
un lado, la novia, Susana (Inés Estévez), una chica de sociedad que intenta introducirlo
en las altas esferas de la literatura. Por el otro, una prostituta, Anabel (la española
Silke, deslumbrante), pupila de ese peringundín de los arrabales que lleva nombre de
cuento de Poe, El gato negro. Vos sos un pituco que pretende vivir como
nosotros, le dirá el dueño del prostíbulo (Enrique Pinti, guarango a la
Parravicini), cuando la policía se haya encargado de cerrar el boliche, limpiando
la zona para preparar el arribo definitivo de la gente decente.
A medida que el relato avanza, va quedando claro que Denis lleva el oficio en la piel,
como quien intenta todo el tiempo una traducción imposible entre dos mundos que son como
el agua y el aceite. Incapaz de sacar adelante su cuento, Denis hace literatura casi sin
querer, cuando traduce las cartas que los marineros envían a las prostitutas y transmuta
procacidad en romanticismo. Siguiendo a su protagonista, Diario... intenta traducir, a su
vez, el mundo del tango a términos cinematográficos. El ambiente prostibulario aparece
retratado con cierta tosquedad: hay algún guapo de cartón y más de una mireya
sobreactuada. La aproximación al espíritu tanguero es sin embargo más sutil y más
lograda. Como en un dos por cuatro, surgen amistades viriles en El gato negro,
junto al piano y el vaso de whisky, mientras las pupilas del burdel sueñan con
amoreslejanos, seguramente imposibles. Si esta interesante madeja no llega a atrapar del
todo al espectador, es seguramente porque el film parecería contaminarse del carácter de
su protagonista, quien nunca supera la condición de testigo impasible. Germán Palacios
jamás logra transmitir la escisión esencial de su personaje. Mucho menos la fascinación
que, se supone, Anabel debería despertar en él. Y que la española Silke despierta, de
sobra, en el espectador.
EN GUARDIA, DEl VETERANO PHILIPPE
DE BROCA
O la, lá, como aquel cinemá
Por L.M.
A comienzos
de los años 60, el director francés Philippe de Broca hizo de Jean-Paul Belmondo una
estrella popular con una serie de comedias de acción como Cartouche, El hombre de Río y
Las aventuras de un chino en China, que además le sirvieron al cine francés para abrir
las puertas del gran mercado internacional. Formado como asistente de François Truffaut y
Claude Chabrol, la nouvelle vague sin embargo nunca quiso reconocerlo más que como a un
pariente lejano, cuyo éxito comercial era mirado con cierto recelo, al que ni siquiera
podía vencer el reconocimiento que la crítica de entonces le brindó a Rey por
inconveniencia (1966), aun hoy uno de sus títulos más recordados. Hacía casi diez años
que en Argentina no se sabía nada del hombre y ahora reaparece con una de las
producciones más caras del cine francés reciente, En guardia, una aventura de capa y
espada a la vieja usanza, adornada por un elenco encabezado por Daniel Auteuil y Philippe
Noiret, más Marie Gillain, la jeune fille de La carnada, de Bertrand Tavernier.
De hecho, En guardia es la enésima versión de un trajinado folletín de Pierre Féval,
Le bossu (El jorobado), adaptado en innumerables oportunidades y con el que ahora el cine
francés pretende ingenuamente recuperar algo del espacio perdido a manos de la gran
industria norteamericana, apelando a sus más caras tradiciones. Porque el espadachín
Lagardère parece tener tanto las virtudes atléticas y morales de DArtagnan cuanto
los defectos físicos del Quasimodo de Victor Hugo, cuando se disfraza del jorobado que le
da su título a la novela por entregas de Féval. Ambientada a fines del siglo XVII, en
tiempos del regente Phillippe dOrléans (jugado por Noiret), En guardia opone la
nobleza de espíritu de Lagardère (Auteuil) al arribismo del pérfido Gonzague (Fabrice
Luchini, un rostro frecuente en el cine de Eric Rohmer), a quien el film se empeña en
subrayar sus lazos con tantos trepadores contemporáneos. Lealtades y traiciones,
venganzas y amoríos contribuyen a engrosar la trama que tiene en estos dos personajes
antagónicos sus polos de energía.
Los parisienses se ríen de todo, menos de la comedia, señala, no sin esprit,
uno de los cómicos trashumantes a los que se suma Lagardère, cuando llegan a las puertas
de la ciudad. Con En guardia, al espectador de Buenos Aires le puede suceder lo mismo. Si
no fuera porque el film se extiende mucho más de lo necesario (126 minutos parecen
francamente excesivos), sería bastante más fácil disfrutar de En guardia como un
ejercicio de nostalgia y candor, como un viaje en el tiempo en el cual reencontrarse con
un cine que parecía mucho más enterrado que el western.
BIENVENIDOS A SARAJEVO, DE MICHAEL
WINTERBOTTOM
Lo que CNN no mostró ¿o sí mostró?
Por Dolores Graña
La guerra ya
no es lo que era. Los conflictos armados se han convertido en material didáctico para que
millones de espectadores puedan comprobar -sentados cómodamente en su sillón
preferido que los hombres son malos y estúpidos, y disparan lucecitas de colores
que vuelan de un lado al otro y producen espectaculares incendios en lugares remotos,
siempre remotos. Para los corresponsales, las cosas son muy diferentes: herederos de la
línea de periodismo heroico que dio brillantes resultados en la Segunda Guerra Mundial,
saben que la guerra es una oportunidad única de lucimiento en sus carreras, si salen con
vida y sin perder la razón. Henderson (Stephen Dillane, con cara de hitman de serie
negra) y Flynn (Woody Harrelson, en un papel hecho a medida) son los lados opuestos de
esta profesión: en donde uno es despreocupado, cáustico, norteamericano y drogón, el
otro es parco, estoico, británico y sensible. En las reuniones diarias en una suerte de
cuartel improvisado entre las ruinas de Sarajevo, ambos comentan los sucesos del día,
mientras disimulan el sonido de las bombas y el horror que les toca vivir.
A Henderson y Flynn se les suman la principiante Annie McGee (Emily Lloyd) en busca del
gran reportaje que la llevará a la fama, la veterana productora Jane Carson (Kerry Fox),
una especie de Dios personal para sus compañeros, y el chofer-intérprete Risto (Goran
Visnjic), cuyos amigos parecen empeñados en demostrar a los periodistas extranjeros que
la vida es posible en Sarajevo a pesar de la guerra. Henderson pronto descubre su causa
personal: Emira (Emira Nusevic), una chica internada en un orfanato a quien promete sacar
del 14º lugar más peligroso del planeta (según reza el bizarro hit-parade
de las Naciones Unidas que la película se encarga de recordar a cada rato), para llevarla
a Inglaterra, con la ayuda de una inepta pero entusiasta activista infantil, Nina (Marisa
Tomei).
Bienvenidos a Sarajevo trata de demostrar que jamás hubo una guerra como ésta: la más
terrible, más sangrienta, más estúpida y más cruel que se haya desatado sobre la faz
de la Tierra. Y si no le creen, ahí están los mil y un fragmentos de programas de
televisión, las declaraciones ridículas de ambos bandos, los campos de concentración,
la limpieza étnica, los chicos y ancianos muertos. La guerra mediática es siempre más
espectacular que su contraparte real. Tan espectacular que la película de Michael
Winterbottom (Jude) se acerca más a un espectáculo de grand guignol que a un alegato por
la paz. En lugar de mostrar la guerra desde sus corresponsales (el diálogo entre
Henderson y Flynn en el cuarto de hotel es, lejos, lo mejor de la película), el guión de
Frank Cottrell Boyce se sumerge en una cruzada moralizadora, un ¿Qué hiciste vos
en la guerra? en clave de Image Bank bélico, sin profundidad emocional (sólo un
rictus de propiedad y corrección política) y con muchas ganas de estremecer a una
audiencia que ya lo ha visto todo. Por CNN. Y en vivo.
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