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Los libros y el general

Por Osvaldo Bayer
Desde Bonn, Alemania Federal

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t.gif (862 bytes) Esto de ver caer la nieve sobre el bosque desde el gran ventanal, armado internamente con dosis de antibióticos puntuales y hasta bien rigurosos, ayuda a repasar, con cierta melancolía, el actual invierno político europeo. No vamos a empezar, apenas llegado, con el tema de los desocupados porque ya tendremos tiempo; no es un problema a resolver ni en tres meses ni en tres años, a pesar de optimismos interesados. Ya ha vuelto a ser el tema principal, en una trenzada feroz, principalmente aquí, en la Alemania devenida socialdemócrata y ecologista. A Schröder, el nuevo primer ministro, no le han dado los clásicos cien días de plazo, sino que de entrada lo han comenzado a despedazar y a ofrecer sus mejores cortes al mercado de opiniones.
Pero, a la postre, no todo queda en la superficialidad o por lo menos en la falta de permanencia de la discursiva parlamentaria. Hay cosas humildes, sencillas, pero de enorme profundidad que se van lacrando en las bases de la sociedad. Por ejemplo esto: que toda Alemania haya recordado el aniversario del día en que fue prohibido hace 65 años ese pequeño gran libro: Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque. Una joya del coraje civil. Decir en aquel tiempo en un país preparado para las armas que justamente la guerra no es una gesta ni una maravillosa experiencia sino sólo carne podrida, olor a mierda, dolor gratuito, matar al descuidado, y donde sobrevive sólo el que posee la capacidad de pisotear al débil, el duro, el medroso, el alcahuete. El libro fue prohibido ya antes de Hitler y quemado luego en las hogueras de la Pariser Platz en la célebre ceremonia de brujas del año 33. A Remarque se le prohibió vivir en su paisaje y desde entonces deambuló con la fuerza de quien triunfa con las ideas y con la tristeza de quien es perseguido por ser limpio. Las vidrieras de las librerías se adornaron esta semana con viejas ediciones de su emocionante libro. Uno de mis hijos me trajo –como quien hubiera realizado un hallazgo maravilloso– un ejemplar de una de las primeras ediciones. Tal vez de la misma que un sábado al mediodía, de 1937, nos trajo nuestro padre. Yo tenía diez años. Recuerdo que mi hermano mayor –que tenía el privilegio de leerlo primero– tachó con tinta todas las palabrotas de trinchera. Incontenible le grité: “¡verdugo!”, aunque no llevé la denuncia a instancias superiores. Fue el libro definitivo para el pacifismo y el antimilitarismo.
Se puede decir que durante un cuarto de siglo, el lector alemán no pudo acceder a ese registro minucioso de las experiencias de un joven apenas salido de la adolescencia, puesto por sus mayores en el barro, frente al mandonismo, el golpe de bayoneta en el vientre de alguien desconocido y con la igualdad del miedo, y la pregunta definitiva y nunca respondida: ¿para qué?
Ahora, ese libro en todas las vidrieras, en todas las bibliotecas, en todos los colegios. ¿Acaso no avanza la humanidad? ¡¡Sí!! Una noticia que nos hace renacer el optimismo aun a los que nos ha tocado vivir la experiencia argentina. Porque estaría mintiendo al lector si aquí, en la euforia de ver definitivamente consagrado un libro pacifista leído en la niñez, no volviera la vista hacia mi querido país y denunciara una vez más –y lo seguiré haciendo hasta que se quiebre el silencio cómplice– que en la Argentina de la democracia se premió a un quemador de libros. La figura más deleznable para un demócrata: quien sobre la base de la fuerza de su uniforme se erige en máximo juez y quema libros. La bravata de un ignorante uniformado erigido en custodio moral sobre la base de la pistola y la extorsión de la fuerza. Lea el lector estos documentos de la vergüenza argentina: “Queman textos subversivos en Córdoba: el comando del cuerpo de Ejército III informa que en la fecha procede a incinerar esta documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no quede ninguna parte de esos libros, folletos, revistas, etc., se toma esta resolución para que con este material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, a nuestra familia, nuestra iglesia, y, en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios, Patria, Hogar”. Firma el comunicado el teniente coronel Gorleri. Este comunicado puede leerse en todos los diarios del 30.4.76. Aquí está reproducido del diario La Opinión de esa fecha.
Bien, si el lector observa las listas de ascensos otorgadas por el Senado de la Nación en 1984 (por voto de la bancada de la Unión Cívica Radical) se va a encontrar con el ascenso a general del coronel Gorleri, el mismo que ocho años antes había quemado libros “por Dios, Patria, Hogar”. La democracia argentina premiaba así al cobarde oficial que se había sacado todas las inhibiciones y practicado en público su masturbación de sometedor de indefensos. Los senadores radicales votaron aunque tenían todos los antecedentes del quemador de libros. Se dijo en aquel momento que había sido un pedido del Pocho cordobés ya que Gorleri era el más querido de los oficiales de Menéndez (sí, aquella fiera humana desaparecedor, torturador, secuestrador, que una vez quiso correr con un puñal a fotógrafos y periodistas). Entre el Pocho y el general Menéndez había quedado una amistad sellada durante los años de la ignominia cuando los dos concurrían a una peña donde todos se regalaban elogios hasta el asco.
El general Gorleri. Una figura, un símbolo. El quemador de libros premiado con galones por los representantes del pueblo. ¡Cuánta humillación para los autores de los libros quemados! ¡Cuánta humillación para los lectores de los libros quemados! ¡Cuánta humillación para los maestros que abrieron por primera vez las páginas de esos libros a sus alumnos!
Todos los legisladores del Congreso nacional saben esta aberración: que cometieron miembros de su seno, quienes premiaron a un miserable quemador de libros. Pero se callaron y se callan la boca. Miraron para otro lado. La Sociedad Argentina de Escritores convocó ese día a un congreso sobre la metáfora en tiempos de Francisco de Paula Cacarreca. La Secretaría de Derechos Humanos no captó nunca la denuncia, estarían de vacaciones; la Ssecretaría de Cultura premió a la autora de los amores de Manuelita Rosas y Ciriaco Cuitiño. Zulemita, ante periodistas ingleses acreditados ante el Foreign Office, dijo ignorar que en la Argentina se hubieran quemado libros. El general Balza señaló que no pudo percibir durante esa época que ocurrieran cosas como las denunciadas. Que en ese entonces no leía los diarios. ¿Puede soportar un ejército tener entre sus filas un general quemador de libros? No contesta, no sabe.
¿Puede una democracia mantener con el esfuerzo de sus hijos el pago mensual de un uniformado quemador de libros?
¿Habrá alguien que oiga esta pregunta?
Erich Maria Remarque: el triunfo de la palabra sobre la muerte. General de brigada Gorleri: la República sometida a la mentira y al golpe de furca. Argentina, 1998.

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