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Dijo
la golondrina italiana: Yo vivo en Venecia, entre las tejas de un palazzo. La
golondrina argentina le contestó: Yo vivo en Olivos, en un departamentito con aire
acondicionado. El nido de la golondrina vernácula está en un piso 18, bajo un
ventanal. Del otro lado del ventanal, un hombre desde hace seis años dedica su vida a
esos pájaros: les escribió un libro, les tomó más de 6000 fotografías, les preparó
el lugar de anidamiento más alto del mundo. En realidad el diálogo entre esas dos
golondrinas es imposible, no porque los pájaros no hablen, que quién sabe, sino porque
las dos pertenecen a tiempos diferentes: la veneciana es una de las que ese hombre miraba
en su infancia, y que, 70 años después, siguen guiándolo. Fue una inspiración de Venecia, cuenta Francesco Barcelloni Corte, frente al ventanal del piso 18. De niño, él navegó entre los palacios sobre Venecia, cercana a su pueblo natal. Allí, en los tejados, anidan las golondrinas. En cada palacio hay treinta, cuarenta nidos, y hay cientos de palacios. Acá, en cambio, la mayoría de los edificios no están bien preparados para las golondrinas. Entonces, el año pasado Barcelloni Corte decidió facilitarles las cosas en su departamento, un piso 18 en Olivos: Primero puse una caja de cartón, y a los pocos días había varias: chillaban, parecía que hablaban. Entonces, se decidió a hacerles un verdadero hogar. Le encargó a un carpintero una casita de madera: poco más de un metro de largo por 25 centímetros de alto, con dos entradas en arco. A principios de setiembre de 1997, la casita estaba lista y fue instalada bajo uno de los ventanales, en ángulo con la ventana del estudio que él utiliza para escribir. Sobre un trípode, montó su cámara de gran angular, que compró hace varios años especialmente para sus golondrinas. Y esperó. Ocho días después la casita tenía inquilinos: una pareja de golondrinas. En la oscuridad de la casita, habían hecho su nido con ramitas y tierra. Pero ya corría diciembre y todavía no tenían cría: Hacía demasiado calor allí adentro. Yo las veía salir boqueando, era un horno. Su protector ideó entonces un techo doble, con agujeros para que pasara el aire. Vuelta al carpintero. Preparado el nuevo techo, la refacción se hizo en minutos, sin molestar a los ocupantes. No sé si habrá sido casualidad, pero en enero ya había pichones. Barcelloni Corte nació en Belluno, pequeña ciudad del norte de Italia. Desde chiquito me gustaban las golondrinas, me pasaba horas mirándolas, en las tardes. En tres años se recibió de abogado pero nunca ejerció: Fue más que nada por razones familiares, soy de una familia de profesionales: cuando me recibí, todos contentos y a otra cosa. Esa otra cosa fue emigrar a la Argentina, en 1948. Ya estaba casado y con un hijo de dos años. Empezó a trabajar como operario, aprendió el oficio de tornero, montó su propio taller, hizo la América. En 1959 fundó la fábrica de lapiceras Sylvapen, que recibió ese nombre en obsequio a su esposa Silvia. La convirtió en una de las más importantes del país y continuó dirigiéndola hasta 1986, cuando la vendió a la multinacional Gillette y se retiró de los negocios. Hace unas semanas Francesco publicó su libro La indescriptible alegría del vuelo de las golondrinas, ilustrado con algunas de las 6000 fotos que lleva tomadas. Este año las golondrinas volvieron al nido del piso 18. No sé si son las mismas, advierte Francesco, prudente, quizá recordando a Gustavo Adolfo Bécquer. Las golondrinas se alimentan por su cuenta: Comen insectos, moscas, mosquitos, pero lo que más les gusta son las libélulas. Es increíble la expresión de placer del golondrino, el pichón, cuando la mamá le da una en el piquito. No todo es paz en la vida de estos pájaros: Muchas veces vienen otras golondrinas a atacarlas: llegan de a seis, de a siete, pero ellas se defienden bien. No sé, tal vez las otras tienen envidia del nido que les preparé, supone Barcelloni Corte.
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