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Por Fernando D'Addario Ni la épica romántica que se desgarra de los versos de Silvio Rodríguez ni la sabrosura contagiosa que despide el ritmo de los Van Van podrían contrarrestar una verdad universal que, tratándose de Cuba, se tiñe de un pragmatismo agridulce: la música, como fenómeno cultural de cualquier país (y en la tierra de José Martí más que en ninguna parte) fluctúa según los vaivenes políticos y sociales que la rodean y, como producto de exportación, desparrama por el mundo las pruebas más irrefutables de esa fluctuación. Quince años después del entusiasmo progresista que despertó en Argentina la nueva trova cubana, con Silvio y Pablo Milanés a la cabeza, la actual temporada es testigo de un nuevo desembarco, emergente de una nueva realidad política. En octubre, Los Van Van prepararon el terreno. Paulito FG, que debutó el viernes pasado en el Salsón, agregó funciones para la semana que viene en el mismo reducto salsero. El legendario Compay Segundo, con la sabiduría de sus 92 años, se presentará en La Trastienda mañana, el sábado y el domingo próximos. Y NG La Banda, un poderoso combo salsero, actuará también en La Trastienda el 4, 5 y 6 de diciembre. Esta sobredosis cubana, que certifica con diferentes características la fascinación que produce entre los argentinos todo lo que sale de la isla, admite varias lecturas. Lo que llega aquí, que también se ha instalado furiosamente en parte de Europa e inclusive en Japón (aunque el éxito en Japón no sea parámetro de nada porque todo allí tiene éxito), es un espejo borroso de la Cuba actual. Y la Cuba actual se refleja en sensaciones aparentemente antinómicas, que tienen su correlato en lo musical: Paulito FG es la cara de la isla "post período especial". Sus discos mixturan la timba (una expresión más compleja y endurecida de la salsa patentada por los inmigrantes caribeños en Nueva York) con el funky, incluyen guitarras eléctricas, y cierto tufillo a rap se cuela en las improvisaciones vocales. Compay Segundo debería ser, desandando el camino, la antítesis. Sin embargo, representa sólo la contracara del mismo fenómeno. El más legendario de los músicos cubanos en actividad es, además de la expresión viviente del bolero, la guaracha, el son y la guajira, uno de los vehículos que garantizan la resurrección de aquel cubanismo de los años treinta y cuarenta, el de Benny Moré y Rita Montaner, el de un romanticismo ingenuo y al mismo tiempo picaresco. Cuba intenta reflotar esa estética, que viene acompañada de otros síntomas prerrevolucionarios, también alentados por el gobierno en su política turística: los grandes hoteles y la reinstalación de La Habana como un paraíso de placeres, algunos más legales que otros. Compay con su onda retro, Paulito con su apertura estilística, encajan en la Cuba que debe conocer el mundo. Los años más duros de la Guerra Fría propiciaron de cara al exterior un nuevo lenguaje musical (la denominada nueva trova), que de algún modo dejó de lado el costado más fiestero de lo cubano. Si lo que había que exportar era la revolución, el cha-cha-cha (el ritmo de los tiempos de Fulgencio Batista, cuando Cuba era poco menos que un garito de los EE.UU.) no era muy recomendable. Sin embargo, todos esos subgéneros (desde el mambo hasta el filin) siguieron su línea evolutiva y se mantuvieron, despolitizados, hasta hoy. Tanto los artistas de la vieja trova como los de la timba actual no manifiestan en su obra una postura militante, pero tampoco se animan a sacar los pies del plato. José Luis Cortés, líder de NG La Banda, le comenta a Página/12 en comunicación telefónica desde Miami, donde actuó sin las restricciones de otros tiempos, que "la revolución ha tenido errores y aciertos, pero de lo único que estoy seguro es de que han sido más los aciertos. Lo que ocurre es que hay un grupito de gente que se dice demócrata que impulsa en los Estados Unidos el bloqueo y no nos permite crecer". Paulito piensa que "no hay sistema social perfecto. El que lo encuentre que me avise. Mi política es mi música". Y Compay, en conversación con este diario desde La Habana, se muestra orgulloso de lo que tiene: "Este es mi país, y me gusta que aquí los problemas siempre los hemos resuelto los mismos cubanos". Lo curioso es cómo han influido las variables de la música cubana en el público argentino. Más allá de la épica revolucionaria de Carlos Puebla y sus Tradicionales, que consumió el progresismo criollo en los '70, el boom llegó en los '80 con la nueva trova. A ese público nunca le terminó de gustar la salsa (salvo cuando la cantaba Rubén Blades), quizá porque intuían en ella cierto sabor gusano. Claro, no sabían que en Cuba siempre se bailó salsa. La actual apertura de la economía cubana y el auge del turismo fomentaron la aparición de un nuevo "cubanismo militante" en Buenos Aires. Aséptico políticamente, consumido por una clase media-alta que cuando viaja a la isla queda tan extasiada con la playas de Varadero que no tiene tiempo para visitar el Museo de la Revolución, el cubanismo de hoy baila en las salseras y escucha "timba" en los lujosos restaurantes cubanos de Puerto Madero. No hay morrales allí. A lo sumo, alguna remera del Che comprada en La Habana Vieja, junto con la de los Chicago Bulls.
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