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Por Martín Pérez y Horacio Bernades Desde Mar del Plata El público apoyó, los voluntarios aportaron entusiasmo, los máximos responsables volvieron a dar cátedra de desorganización y en un abrir y cerrar de ojos el Festival de Mar del Plata 1998 ya es recuerdo. Como es recuerdo el mal gusto de premiar el film argentino de Pablo Torre o dejar fuera de cualquier galardón al mexicano Arturo Ripstein, acaso castigando que no haya venido, como se esperaba. El decimocuarto Festival tuvo una obligada austeridad presupuestaria --¿qué esperar en este momento del cine argentino?-- que subrayó una característica de la gestión Mahárbiz, resumida por los directores del film revelación de la edición, el argentino Mala época: "Sin plata, esta gente no sabe hacer nada". Sin plata, no hubo pompa ni glamour. Sin plata, se rompió la pax romana que la discutida gestión actual del INCAA había logrado con el mundo del cine, y hubo polémica y denuncia penal de las entidades de la industria contra Mahárbiz. Sin plata, finalmente, no hubo transmisión televisiva en directo ni veleidades de Cannes del subdesarrollo. Mar del Plata no vibró de manera especial, pero las salas volvieron a llenarse. Lo que sobró fue cine. Ese es el saldo a favor que deja esta humilde y devaluada edición del Festival. Pan sin circo, pero con películas. Siempre y cuando se resuelva el tema de su continuidad, claro está. El futuro de Mar del Plata se presenta bajo el signo agorero de la privatización anunciada por Julio Mahárbiz. Bien podría ser una forma de sacarse de encima la papa caliente que significa organizarlo. Y, de paso, entregarlo a intereses privados de los que su gestión está rodeada. Teniendo que manejó siempre el festival como si fuera su propia estancia, no parece descabellado suponer que pretenda rematarlo ahora al mejor postor. O al más conveniente para sus intereses. O los del gobierno. El tema de la inseguridad sobre el futuro fue tan preponderante que el propio jurado aludió a él en su veredicto. Cuando anunciaron los premios, el jurado hizo votos pidiendo la continuidad del Festival, así como una invitación a que el cine argentino encuentre una política de producción adecuada para el estímulo de los jóvenes realizadores. Hay quienes no dudan en afirmar que, este año, el nivel de las películas exhibidas superó al de los anteriores. Eso es cierto, al menos, en lo que respecta a la competencia oficial. Si bien se vieron los bochornos de siempre, esta vez no faltaron grandes firmas --Ripstein, Manoel de Oliveira, los hermanos Taviani-- y, aun en el contexto de cierta mediocridad general, hubo hallazgos que festejar. Claro que esto no basta para hacer de la competencia oficial el centro: como siempre, fue en las paralelas donde se concentró el mayor entusiasmo de los asistentes. Más allá del autobombo de Nicolás Sarquís, la sección Contracampo descolló, el "Ciclo Bresson" fue un lujo, así como "Detrás de la cámara" y "La mujer y el cine" (este año menos convocante que los anteriores) tuvieron sus seguidores. En su conjunto, lo que Mar del Plata dejó ver del cine contemporáneo es bastante paradójico. Haciendo una generalización brutal, podría hablarse de una curiosa oposición: jóvenes viejos por un lado, viejos jóvenes por el otro. Desde su propio título, el film sorpresa Mala época parecería encarnar buena parte del espíritu de las nuevas generaciones. Una época hecha de paranoia (Pi, de Darren Aronowitz), hipocresía (Felicidad, de Solondz y Los idiotas, de Von Trier), crueldad familiar y abuso infantil (La celebración, de Thomas Vinterberg), nihilismo (The Acid House, basada en relatos de Irvine Welsh). Y, como emblema final de todo este negro panorama, el apocalipsis liso y llano de Ultima noche, del canadiense Don McKellar. Como antídoto frente a todos estos males, no hubo nada mejor que aceptar una invitación: compartir el juvenil mundo interior de algunos viejos cineastas que deslumbraron una vez más en Mar del Plata. Daba gusto ver salir a la gente de los films del japonés Imamura (72 añitos) y los franceses Resnais (76) y Rohmer (78). La imagen de Manoel de Oliveira, bailando un dos por cuatro a sus 90 y pico de años, en su film Inquietud, es el mejor resumen de este contagioso amor por la vida. O, al menos, por algo llamado cine.
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