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“RONIN”, DE JOHN FRANKENHEIMER, CON ROBERT DE NIRO
Guerreros sin amo ni patria

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La nueva estrella francesa Jean Reno comparte cartel con Robert De Niro en “Ronin”, de Frankenheimer.
El veterano director estadounidense vuelve a su mejor forma en este thriller ambientado en París y la Costa Azul.


Por Luciano Monteagudo

t.gif (67 bytes) Hay algo que queda muy claro frente a un film como Ronin: el mismo material, en manos de cualquier otro director que no hubiera sido el veterano John Frankenheimer, difícilmente podría haber sido mejor. La leyenda que abre la película informa que en el Japón feudal los samurais juraban proteger a sus amos con sus propias vidas, y que aquellos cuyos amos resultaban muertos sufrían una gran vergüenza y se veían obligados a vagar sin rumbo, a sobrevivir como mercenarios. Ya no tenían derecho a ser llamados samurais. Se los conocía como “ronin”. El Hollywood de los primeros años 60 para el cual Frankenheimer sirvió e hizo sus films más recordados –El embajador del miedo, El tren, El otro señor Hamilton– hace ya tiempo que no existe, y desde entonces Frankenheimer muchas veces vagó por el mundo del cine como un “ronin”, ofreciéndose al mejor postor. A veces lo hizo con resultados atendibles, como en el thriller Domingo negro, y otras francamente desastrosos, como la reciente, delirante versión de La isla del Dr. Moreau, que protagonizó Marlon Brando, convertido en una suerte de Buda pop. Con Ronin, Frankenheimer parece haber vuelto a su mejor forma, como si finalmente hubiera tenido la posibilidad de hacer una película que, de alguna manera, le devolviera a este viejo guerrero del cine el honor perdido.
Conspiraciones, paranoias, elencos internacionales y furiosas persecuciones automovilísticas han sido algunas de las marcas más evidentes del cine de Frankenheimer y Ronin las tiene otra vez, todas juntas. La anécdota imaginada por el libretista J. D. Zeik es mínima, pero el director sabe hacerla rendir al máximo, con un tratamiento casi abstracto. Frankenheimer reniega de la psicología de sus personajes y hasta de sus ideologías, para dedicarse, como un estratega, a un film que es puro montaje y puesta en escena. El escenario es Francia: París, claro, pero también los grandes hoteles y los caminos sinuosos de la Costa Azul. Los personajes: un grupo de mercenarios europeos y estadounidense, auténticos “ronin” contemporáneos, producto de la diáspora de agentes y espías que causó el fin de la Guerra Fría. El objetivo: robar un misterioso maletín, del que nunca se sabrá su contenido, pero sí que su valor de mercado es suficiente como para que haya gente que esté dispuesta a matar o morir por él.
Las referencias cinéfilas de Ronin están a la orden del día, empezando por ese maletín, que no se distingue demasiado del de Bésame mortalmente, todo un clásico de Robert Aldrich, en el cual se intuía allí una auténtica caja de Pandora, que una vez abierta era capaz de diseminar el mal por el mundo. Aquí también el contenido parece ser letal y la sola presencia del maletín inspira cierta posibilidad apocalíptica, ya sea que lo pueda utilizar la mafia rusa o un desprendimiento salvaje del terrorismo irlandés. Como en El samurai, el recordado film-noir de Jean-Pierre Melville, los “ronin” tienen un trabajo para hacer y su única preocupación es hacerlo bien, sin preguntar por qué ni para quién. Simplemente les importa sobrevivir como para cobrar los 40 mil dólares que se les ha ofrecido de recompensa. El único que insinúa apartarse de esa línea de lacónico profesionalismo es Sam (Robert De Niro), más curioso que el resto de sus compañeros (entre quienes está Jean Reno, la nueva star internacional del cine francés), pero igualmente renuente a dar información sobre sí mismo. “¿Alguna vez llegaste a matar?”, le preguntan. Y él responde, no sin ironía: “Bueno, una vez herí los sentimientos de alguien”.
Lo que distingue las escenas de acción de Ronin de tanto telefilm cualquiera, lo que hace que sus persecuciones automovilísticas alcancen un grado de verosimilitud que ya parecía completamente perdido, es sin duda la precisión de la coreografía de Frankenheimer, pero también su despojamiento. A diferencia de las carreras de Grand Prix o, más cerca en el tiempo, de la corrida final en Contacto en Francia 2 –dos films en los cuales el director probó su mano para los autos y las coproducciones– aquí nada parece distraerlo. En Ronin no hay romances, ni venganzas, ni paisajes coloridos, a pesar de las espléndidas locaciones alrededor de Cannes y de Niza. Se trata, sencillamente, de hacer una película tan eficiente como lo es cualquiera de sus personajes. Es una pena que hacia el final Frankenheimer haya tenido que condescender a hacer explícito algo al que todo su film se niega sistemáticamente: distinguir entre buenos y malos, entre mercenarios y patriotas. Esa parece su única deserción, su único compromiso: resignarse a la eterna, repetida tiranía del happy end.

 


 

“EL ULTIMO GESTO” CON STEPHEN REA
Terroristas de opereta

Por Martín Pérez

cua3.gif (8463 bytes)t.gif (862 bytes) Dowd está condenado. Por más que lo intente, no puede dejar de ser terrorista. No se puede decir que nació para eso, pero al menos es lo único que sabe hacer en esta vida. Lánguidamente preso en una cárcel en Irlanda, en el único momento en que su voz y su rostro adquieren una cierta firmeza es cuando decide sumarse a una fuga. Terrorista que duda, luego existe, Dowd termina en Nueva York con pasaporte falso. Allí intenta alejarse de su pasado irlandés, y se mezcla con latinos. Lava platos en un restaurante italiano, e ignora a los mozos guatemaltecos. Una tarde mete su nariz en una pelea conyugal, y termina apuñalado por la chica que creía estar defendiendo. Sus amigos latinos lo salvarán de morir desangrado en su habitación, pero terminarán involucrándolo en su propia sed de venganza.
Protagonizada por Stephen Rea, con su permanente cara de perro apaleado, el film de Dornhelm resulta una caricatura marketinera. Tiene terroristas irlandeses –y música irlandesa– así como amateurs luchadores latinos por la libertad. Si a eso se le suma un torturador (“Ramón”) que merece morir, y una cierta melancolía, todo parecería estar listo para redondear un producto de acción progre. El problema es que ni siquiera los actores se creen sus parlamentos combativos. Resulta patético escuchar a Rea tratar de convencer a sus salvadores que la violencia no es la solución, o a Jorge Sanz decir algo así como “si los de abajo no se unen, bastardos como Ramón los patearán toda su vida”. Oportunista y de trazo grueso, El último gesto es uno de esos films inútiles, que arrancan con una buena escena de acción (la fuga de Dowd es atrapante) y se van deshilachando a medida que sus personajes deberían salir de la caricatura, y lamentablemente no lo hacen. Y ahí se quedan, como Stephen Rea, apenas condenados a una cara triste. A una melancolía que es nada más que nostalgia por lo que nunca pudieron ser.

 


 

Una historia de derrotas, demonios y traiciones

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Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Una mano que limpia el parabrisas del auto, y luego la imagen de la ruta, extendiéndose hacia adelante. Montoneros, una historia no empieza como un documental .-mucho menos, un documental político– sino como una película de viaje, una aventura personal. Como en un film de ficción, rápidamente queda identificada una protagonista, la mujer que va al volante y cuya voz en off comienza a guiar el viaje hacia el pasado, hacia la memoria, gatillando el relato. Uno de los realizadores argentinos con más y mejor experiencia en documentales, al plantearse el abordaje del fenómeno Montoneros, Andrés Di Tella (hijo del historiador Torcuato Di Tella, sobrino del ministro Guido) esquivó toda pretensión totalizadora y prefirió reconstruir la Historia con mayúsculas a partir de una historia personal. La historia de Ana, ex militante casi anónima, quien emprende, desde el presente, el viaje hacia ese pasado .-los años 70, la “juventud maravillosa”, la lucha armada, la represión, el terrorismo de Estado– que sigue siendo una herida abierta para los argentinos. Herida que el encarcelamiento del dictador Videla -.con su socio Massera siguiéndole los pasos– tal vez esté comenzando a cicatrizar.
Partiendo de la base de que la historia se construye como un heterogéneo conjunto de subjetividades, Di Tella (autor de Desaparición forzada de personas, Macedonio y la reciente Prohibido) elige una de esas subjetividades, la de Ana, para contar, a través de ella y mediante un rompecabezas de voces e imágenes, la de Montoneros. La elección entrañaba un riesgo. Ya desde el título, el film queda planteado como un recorte, tan arbitrario como cualquier otro. Montoneros, una historia. O tal vez dos: la historia personal de Ana y la de Montoneros, tal como Ana la recuerda. Habrá polémica, ya que .-contrariamente a las voces que construyeron Cazadores de utopías, de David Blaustein y de modo menos coral que en los tres tomos de La voluntad, el libro de Anguita y Caparrós– la voz de Ana no es la de una militante ejemplar sino, a la larga, la de una arrepentida. “Yo empecé a ir a los actos de Montoneros porque había chicos más churros que en los del PC”, dice Ana, con la misma falta de épica (o de responsabilidad) con que pinta “al Pepe” (Firmenich) como un tipo “con sentido común, que tenía un dúo folklórico con Ramus, y que escribía poesías”. Pero también, como un tipo “que así como inventó Montoneros podría haber inventado los campos de concentración”. Cuando llegue el ‘76, “la joda se había acabado” y Ana “ya no daba más, quería entregarme”. Secuestrada y trasladada a la ESMA, Ana denuncia por lo menos a un compañero (que, a la distancia, la entiende y la disculpa). Di Tella elige cerrar la historia de su protagonista con el interrogante que ella misma se hace en voz alta. Y que pone en palabras una pregunta terrible, que había quedado flotando en el aire: “¿Qué puede ser Ana?”
La historia de Montoneros que cuenta Ana (y, a su alrededor, un coro de voces que van desde la soberbia siniestra de Roberto Perdía hasta un viejo militante desencantado como Jorge Rulli) es básicamente la de un proyecto político que fue rápidamente copado por unos “demonios” (sic, Jorge Rulli) llamados Firmenich, Perdía, Galimberti. Encaminándose, a partir de allí hacia el militarismo, el mesianismo, la traición y la derrota. Montoneros,una historia aparece claramente dividida en dos partes, y así es como fue presentada originalmente, en el programa televisivo “DNI” (el film, en verdad un video, es de 1994, y conoció una edición en soporte magnético). En su primera parte, el relato de Ana arma algo parecido a una fiesta cada vez más masiva. Que da lugar, en la segunda mitad del film, al horror de la retirada, la persecución, los tiros en la noche, la tortura. Y los juicios sumarios, delaciones, fusilamientos. Si el film de Di Tella fuera acaso .-declaradamente o no– una visión de conjunto, se desprendería de él algo demasiado parecido a aquella “teoría de los dos demonios”. Si se lo ve, en cambio, como lo que el propio film no niega ser .-apenas una historia–, permite echar una luz dolorosa sobre la vida privada de un movimiento que comenzó representando el idealismo de una generación, y terminó conduciendo a esa generación a la muerte.

 

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