Por Cecilia Hopkins
Con el Cervantes
como escenario, la compañía británica Shared Experience presenta una personal
traducción escénica de Ana Karenina, la frondosa novela que León Tolstoi dio por
terminada en 1877. Escrita por Helen Edmundson, la versión se concretó bajo la
supervisión de la directora Nancy Meckler, a los efectos de estructurar la obra alrededor
de las desventuras de los protagonistas Ana y Levin sin internarse más allá de lo
necesario, obviando los relatos secundarios que tanto abundan en la novela. Así es como
ambos personajes se encuentran dialogando en escena, y luego de convenir que ninguna de
sus historias se verá subordinada a la otra, comienzan a resumir sus vidas, intercalando
en la narración la escenificación de momentos clave. Hasta que los hechos los envuelven
de tal modo que los protagonistas se separan para proseguir por su lado sus experiencias.
No obstante la lejanía, si uno pregunta al otro ¿dónde estás?, aquél lo pone al
corriente de sus asuntos, llevando adelante la escena correspondiente. Aun cuando este
mecanismo narrativo (que se implementa a lo largo de casi tres horas) resulta por momentos
reiterativo, todo aquel que recuerde la monumental obra original (llevada al cine en cinco
oportunidades) quedará sin dudas agradecido por el esfuerzo de síntesis empleado.
Aparte de acotar el campo del relato, tanto la directora como la adaptadora pusieron lo
suyo para interceder por Ana ante el público actual, y liberarla así del severo juicio
moral de sus contemporáneos, que no le disculparon haber abandonado a su marido y a su
hijo para seguir a su amante. Así y todo, la heroína termina suicidándose tal como lo
quiso Tolstoi. Pero también la presente versión tuvo otro objetivo: el propio autor,
representado en la figura del impetuoso y optimista Levin, termina reconciliándose con su
propia criatura, prodigándole un tratamiento afectuoso en virtud de que, al fin y al
cabo, la voluntad de cambio fue también el sentido de su vida.
Interpretados por Teresa Banham y Richard Hope respectivamente, Ana y Levin convencen
plenamente cuando el humor interviene al menos tangencialmente en sus confesiones. En
cambio, cada vez que las situaciones se densifican, el conjunto corre el riesgo de
convertirse en un melodrama de proporciones generosas. Los seis actores restantes de la
compañía se reparten una gran variedad de roles que completan la historia, incluyendo
los que tienen un claro valor simbólico, que aparecen cada vez que el tema de la muerte
se vuelve una referencia inevitable. Una de las marcas distintivas del estilo
interpretativo de la compañía es la transformación del espacio a partir de unos pocos
elementos que los mismos actores manipulan. Esto, además de la irrupción de secuencias
coreografiadas que matizan todas aquellas escenas por fuerza organizadas en torno a los
profusos dichos de los personajes. De todas ellas, las de corte casi danzístico son las
más convencionales: los actores lucen más expresivos en la medida en que sus movimientos
se tornan más estilizados. Como cuando el esposo de Ana, luego de una ardua jornada en el
Senado, expone su mesurado sentido de la pasión.
Por C. H.
 Cuando el público
ingresa a la sala ya se está armando el baile en el conventillo. La música atruena desde
un radiograbador y los muchachos de la barra comienzan el rito de los saludos masculinos
mientras las minitas esperan su turno. Nadie sabe cómo comienza la gresca, pero muy
pronto los puñetazos se aquietan sin mayores consecuencias para desaparecer tal como
llegaron. Luego del baile se forma una pareja y al momento de abandonar el patio, ciertas
miradas recelosas anticipan futuras broncas. A modo de prólogo, la colorida escena
contiene lo que podría considerarse la prehistoria de Los Escrushantes, sainete que
Alberto Vacarezza escribió en 1911 y que Lorenzo Quinteros versiona actualmente en su
teatro El Doble.
Dos barras de ladrones escrushantes (los que roban rompiendo, haciendo saltar
vidrios o cerraduras) se enfrentan a causa de la traición de uno de los líderes. Al
Turco (el Inglesito en el original) los negocios le van viento en popa y
además de alzarse con el botín que debía compartir con los otros se le ocurre, ni más
ni menos, que robarse a la mujer de su oponente. Desde la dirección, Quinteros optó por
jerarquizar el tema de la violencia, para lo cual supo encontrar un elenco entusiasta que
se entrega sin hesitar a la tarea de trenzarse a los golpes cuando se lo considera
necesario. La elección incluye cualquier conducta que sea capaz de provocar a la platea:
en muchas escenas hay palizas (como la que recibe la mujer cuando le enrostra a su hombre
su vagancia) en otras serán escenas de sexo o simplemente, una mujer depilándose la
entrepierna mientras charla con su vecina. Ni una pizca de las simpáticas imágenes de
conventillo, características de los sainetes de antaño.
Las dudas sobre la eficacia de los recursos empleados surgen cuando la exageración o la
torpeza ganan el primer plano, desdibujando con su contundencia cualquier atisbo de
resolución artística. Apenas dos momentos (un breve texto poético que encuentra a
varios personajes alineados tras la tabla de planchar y el relincho y el cacareo que
precede un parlamento decisivo) señalan otra línea de trabajo que aunque apenas
despunta, introduce a los intérpretes y a su público en una zona extraña, menos
explícita y mucho más sugerente. Quien sabe si, de haber encontrado un desarrollo a lo
largo de la obra, esos quiebres no hubiesen creado un cruce expresivo interesante, capaz
de matizar tanto amasijo.
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