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Compay Segundo, una gran
lección de música cubana

El músico, de 91 años, deleitó al público porteño con sones, boleros y guarachas.

Compay revalidó en Buenos Aires el prestigio alcanzado en Europa.
El músico cubano continúa mañana y pasado en La Trastienda.

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Por Fernando D’Addario

t.gif (67 bytes) Cuando el grito del público, un sincopado y devocional “Compay/Compay”, amenazaba desdibujar el tradicional espíritu cool de La Trastienda, el hombre del saco gris y sombrero blanco debió salir al escenario una vez más, no para interpretar un bis sino para persuadir a la gente con un sincero “les he dado todo lo que soy, pero tengan en cuenta que tengo 91 años”. Hasta ese momento, y durante una hora y media, la edad de Compay Segundo había pasado inadvertida, salvo por la magistral clase de historia musical cubana que había impartido, y que en este caso no se trataba de un rescate antropológico, sino de una demostración empírica a cargo de quien formó parte de eso que estaba contando y cantando. La lección de música había terminado.
Quienes habían escuchado el soberbio CD Buena vista social club (producido por Ry Cooder) y/o Lo mejor de la vida, llegaron al local de San Telmo con una dosis natural de inquietud y un dejo de escepticismo tan cariñoso como prejuicioso: “¿Podrá este hombre de 91 años reflejar en vivo lo que deleita en un disco ayudado por la tecnología digital?” se preguntaba más de uno, antes de resultar conmovidos con la respuesta contundente que bajaba del escenario: Compay se mostraba como un joven sabio, pícaro y romántico, atravesado por una sonrisa permanente y contagiosa. Pero, además, seducía a través de su técnica impecable, tanto para cantar como para tocar el armónico, instrumento creado por él. El repertorio elegido condujo a un viaje delicioso por el universo musical cubano de los años ‘20, ‘30 y ‘40. Una retrospectiva que funcionó como un disparador de viejas melodías que merodeaban por el inconsciente de todos los allí presentes, quienes se descubrían a sí mismos tarareando canciones cuyos nombres y autores no necesitaban conocer. No hacía falta estar en una cabaña frente al mar, ni era imprescindible sacarle humo a un puro ni apurar un traguito de ron para sentirse encandilado con un son bellísimo como “El camisón de Pepa” (hit cubano de ¡1927!), un bolero como “Fidelidad” y hasta una conga (la movilizadora “Para Vigo me voy”) que obligaba a asimilar con el cuerpo una cadencia a priori lejana al imaginario porteño, pero ligada a través de fugas cruzadas de influencias musicales, que pasaron por España, reconocen lejanos rasgos de identidad africana y vuelven tamizados por la sabrosura cubana.
Compay cantó y tocó (acompañado por una banda más que correcta, en la que su hijo Salvador –un hombre mayor, por supuesto– se encarga del contrabajo) “El día que me quieras”, la mejor interpretación para corroborar que si ese himno porteño tiene una versión oficial (la de Gardel, claro) quiere decir que existe otra versión posible. Y no es la de Luis Miguel. El final llegó con la guajira “Guantanamera”, el clásico de los clásicos de la música cubana, escrita en 1928, cuando Compay ya era mayor de edad. Setenta años después, el viejito sigue robándole razones al calendario. Como las buenas canciones.

 

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