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Por Esteban Pintos El desembarco de la mayor corporación mundial del entretenimiento infantil en Buenos Aires, oficializado desde anoche en el confortable nuevo teatro Opera, promete convertirse en el acontecimiento teatral del año porque bueno es mencionarlo, aunque sea una vez atraerá la atención de un público de todas las edades, sin distinciones, y marcará un parámetro hasta ahora desconocido (y por consiguiente inalcanzable) para la representación de un espectáculo semejante. No puede menos que aventurarse semejante afirmación frente al impactante despliegue escenográfico-actoral-coreográfico que da vida a un musical basado en el famoso cuento del amor imposible no hay imposibles para el amor, después se comprueba entre un príncipe hechizado, conflictuado, gruñón y deforme con una doncella de finas facciones, carácter independiente y buen corazón. El detalle final del triunfo del amor es apenas la frutilla sobre un sabroso postre, cocido a lo largo de más de dos horas y media. El desarrollo de la historia, desde el momento en que el hechizo maligno convierte al hombre en bestia y hasta que el romance se concreta (y ese hechizo se rompe), dividida en dos actos, tiene todo lo que una buena historia de amor puede necesitar para llegar al corazón del espectador. Hay buenos y malos como para empezar, pero también todo un decálogo de conductas humanas encerradas en el envase de una comedia musical hecha y derecha. Avaricia, egolatría, decepción, romanticismo, furia, miedo, humor y hasta un finísimo doble sentido en cuestiones del amor conforman un sólido basamento para que se luzcan los actores. Bien debe puntualizarse el detalle: el marco escenográfico es, ya fue dicho, impresionante y en él se asienta buena parte de la contundencia final del producto. Pero al marco debe agregarse el valga la redundancia valor agregado humano, indispensable para dotar a la obra del peso específico emocional que requiere. Los protagonistas argentinos de esta primera superproducción a la Broadway, que promete ser la primera de una larga serie (1999 sería el año de El rey León, ahora en cartel en Nueva York), demuestran estar a la altura de las circunstancias y lucen sus condiciones en el inmejorable despliegue de producción puesto a su servicio. Cantan, bailan, gesticulan, sugieren y así hacen reír, emocionan, provocan rechazo y mucha ternura en cada una de sus apariciones. Elegidos después de un exhaustivo y kilométrico casting, los 38 profesionales dejan todo sobre el tablado, luciéndose especialmente en algunas logradísimas coreografías que combinan destreza física y capacidad histriónica. Las mejores: los habitantes del castillo hechizados, semihumanos, dando la bienvenida a Bella (también una de las escenas más recordadas de la película) y los pueblerinos que festejan a Gastón en el bar, haciendo chocar sus porrones de cerveza. Los protagonistas, Juan Rodo (preso de una envoltura de pelos y cuernos durante el la mayor parte de la obra) hace del príncipe hechizado y ermitaño un ser querible. Marisol Otero (cuyas facciones se parecen bastante a las de Julia Louis-Dreyfus, Elaine en la telecomedia Seinfeld) lleva buena parte del peso de la trama como objeto del deseodel arrogante Gastón (Diego Jaraz, correcto), un ególatra sin remedio que la persigue sin éxito y que tiene un merecido final. En ese triángulo se asienta el conflicto amoroso central y sobre él giran los personajessatélite. De ellos conviene hablar también. Sobre todo de Pablo Lizazo (Lumiere, un francés hombre-candelabro) y Omar Pini (Dindón, el reloj humano), quienes a lo largo de la obra son motivo de las más sonoras carcajadas. Como dos empleados del príncipe-bestia se muestran tiernos, ingeniosos y muy graciosos una escena, la de una especie de tour a través del castillo, puntúa alto entre lo mejor, además de ser los principales consejeros del pretendiente peludo. Lo mismo puede decirse de Nelly Fontán (la guardarropa cantante de ópera), Alejandra Radano (Babette, la chica plumero), Mónica Núñez Cortés (la Sra. Potts, madre de la bestia) y Rodolfo Valss (Maurice, el papá de Bella, una especie de Einstein de fábula). Todos ellos, del último al primero, se deben sentir junto con los chicos, pero por otros motivos dentro de un cuento de hadas con final feliz.
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