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Por Horacio Bernades Pequeño, semioculto por un gran sombrero y apoyándose sobre un bastón, el realizador español Ricardo Franco logró subir hasta el escenario sostenido por dos asistentes. La escena tuvo lugar en Mar del Plata, exactamente un año atrás, cuando el Gran Jurado de ese festival entregó a Franco 48 años que parecían muchos más, estragado su físico por la diabetes y una creciente ceguera el premio al Mejor Director, por su película La buena estrella. Dos meses más tarde, el realizador cuya obra mayor sigue siendo la brutal Pascual Duarte, de 1975 debió ser operado del corazón. No sirvió de mucho: falleció de un ataque cardíaco en mayo de este año, durante el rodaje de su décimo film. La situación terminal en que se encontraba el realizador al momento de rodar La buena estrella (que ganó más tarde cinco premios Goya) explica, por sí sola, el fúnebre clima que envuelve la película. La buena estrella es básicamente un melodrama de tres, y también una tragedia de perdedores. Siendo joven y por causa de un accidente de trabajo que no es sencillo imaginar, el carnicero Rafael (Antonio Resines) sufrió la pérdida de sus testículos. Lo que perdió de niña la joven y tuerta prostituta Marina (Maribel Verdú, aquí más cerca de la Raulito que de sus papeles de sexy) fue su madre, por lo cual la chica se crió en sórdidos reformatorios. En uno de ellos conoció a Daniel (Jordi Mollá, que en Mar del Plata 97 compartió con Resines el premio a Mejor Actor por este papel), también huérfano y marginal, y, en los ratos libres, su chulo y su pareja. Los destinos de los tres quedarán atados cuando se crucen casualmente por la calle: Daniel castiga salvajemente a Marina; Rafael interviene y se lleva a la magullada chica a su casa. Cuando se entera de que está embarazada, le ofrece quedarse a vivir con él. No es difícil imaginar que, una vez que salga de prisión, Daniel volverá en busca de Marina, como una sombra oscura. Lo raro es que los tres (y la niña) terminen formando algo parecido a una familia, con Daniel como niño simpático pero revoltoso, Rafael como padre comprensivo y Marina, mamá sufrida pero incestuosa. Todo transcurre como un continuum lánguido y desesperanzado, casi sin picos dramáticos (salvo el final, desbarrancado entre patetismos y morbideces varias), con personajes condenados de por vida a la pena y la fatalidad. Por si faltara algo, un tristísimo adagio de cuerdas le pone música de fondo. Mal atendidos por el guión, todos los personajes llevan en el rostro marcas, magulladuras, la palidez de la enfermedad o de la muerte. Pero si hay un rostro en el que el espíritu del film parece condensarse es el del castrado Rafael, cuya compungida expresión recuerda aquello que alguna vez tuvo y ya nunca tendrá. Un film castrado de vida.
CUANDO EL CINE DE TERROR SE MUERDE LA COLA Por Luciano Monteagudo
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