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La tradición del jazz llega
con familia y propiedad

Wynton Marsalis es uno de los mejores trompetistas de jazz de todos los tiempos. Con la Banda del Lincoln Center mostró su lectura de la historia.

Marsalis en acción con la Orquesta del Lincoln Center.
En Buenos Aires mostró un programa demasiado
conservador.

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Por Diego Fischerman

cua3.gif (9027 bytes)t.gif (67 bytes) La Orquesta del Lincoln Center es algo así como la orquesta oficial del jazz. Aquella con la que la ciudad de Nueva York, a través de su complejo musical más representativo –de él dependen la Julliard School, la Filarmónica, la Opera Metropolitana y el American Ballet–, difunde, pone en primer plano y usa como emblema cultural al jazz. Y una orquesta oficial de jazz es casi una contradicción en sus términos. Por un lado, es cierto, esta Big Band –y particularmente su fundador y conductor, el trompetista Wynton Marsalis– ha colocado en un lugar protagónico a un lenguaje que en las últimas décadas había quedado relegado en el rincón de los especialistas. Por otra parte, en ese mismo gesto, despojó al género de varias de las características que todavía le son esenciales: creatividad, riesgo, un cierto salvajismo.
Esta orquesta, que tocó el miércoles por primera vez en Buenos Aires como parte de una monumental gira que la llevó desde Rusia hasta Canadá pasando por Japón y Brasil, toca magníficamente bien. Tiene un ajuste descomunal; sus solistas son excelentes y de las capacidades de Marsalis poco es lo que se puede agregar. Pero lo que muestra, tal vez interesante para propagandizar un estilo de música entre quienes no han tenido hasta el momento demasiado acceso a él, resulta pobre para cualquiera que espere algo más. En algún sentido, lo que esta banda hace no es jazz sino la descripción entomológica y la ilustración prolija sobre el jazz que podría aparecer en una enciclopedia. Esta orquesta cuenta lo que es el jazz. No lo muestra.
Parte de las falencias tienen que ver, es claro, con la ideología de su conductor. Marsalis es un historiador y, como todo historiador, es un político. Su diseño de la estética de la Orquesta del Lincoln Center tiene que ver con un concepto acerca de la tradición. Esta es una orquesta tradicional y está bien que así sea. El problema es que la tradición que exhibe escamotea tanto o más que lo que muestra. Aquí hay tradición, familia (la de los tradicionalistas Marsalis) y, claro está, propiedad. Está Ellington, por supuesto, están los blues de New Orleans, está el estilo de Fletcher Henderson, está el swing de las orquestas bailables de los años 30 y 40. Pero si de tradiciones orquestales se trata, resulta llamativa la ausencia de Gil Evans, de Charlie Mingus, de Oliver Nelson o, más acá, de Toshiko Akiyoshi o Maria Schneider. Una buena muestra de ello fue que en los dos únicos momentos en que Marsalis traspasó la frontera estética de los años 40 –acercándose al Hard Bop de los Jazz Mesengers de Art Blakey con los que empezó su carrera– tocó en cuarteto. Si en las reuniones en la casa de Gil Evans donde Miles Davis, Gerry Mulligan y Lee Konitz discutían cómo lograr un estilo de orquestación que respetara la libertad del Bop (de allí nació The Birth of the Cool), la respuesta de Marsalis parece ser que no hay manera. O, por lo menos, eso es lo que decidieron mostrar en Latinoamérica.
Una nutrida presencia de temas latinos (entre ellos la muy buena AfroCuban Suite de Chico O’Farrill) y arreglos sencillos, con escaso o ningún contrapunto y los grupos instrumentales (trompetas, saxos, trombones) funcionando siempre en bloque, mucha sordina wah-wah, fueron los argumentos de los que se valió la orquesta para demostrar su indudable calidad y su impactante potencia. En Nueva York suelen invitar a arregladores nuevos y a solistas como el saxofonista Joe Lovano o la cantante Cassandra Wilson. También, acostumbran hacer programas de homenaje a Mingus o a otros de los que aportaron novedades al lenguaje después de los 50. En Buenos Aires, no. Aquí, más bien de taquito y sin demasiado compromiso, pergeñaron un programa fácil y entrador, con desfile à la New Orleans incluido. Alguna vez el jazz desfiló también desde esa ciudad hasta Nueva York y, en ese viaje, conquistó la novedad y el cosmopolitismo. En este nuevo viaje, en que Marsalis, oriundo de Nueva Orleans, se apropió de la Gran Manzana –hasta el punto de haberse convertido, para la revista Time, en uno de los 25 hombres más influyentes del país– el gesto aparenta ser el inverso. Aquí no es Nueva York la apropiadora sino la invadida. Quizás se recupere, como dicen algunos, cierta alegría, cierto goce corporal e inmediato que el jazz perdió con los años. Pero lo que queda en el camino es la historia de cómo una música de esclavos se convirtió en el lenguaje de tradición popular más influyente del siglo XX.

 

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