¿Por qué todo,
súbitamente, según el ritmo de estos tiempos veloces, comienza a ser tan áspero para
los dictadores? Uno se alegra hoy, se regocija al pensar en la suerte adversa de Pinochet
y de nuestros matarifes locales. Sin embargo, los muertos están muertos. ¿Qué hacían
los Lores cuando la Muerte se posesionaba del Estado nacional o cuando el horror el
infinito horror se desplegaba día a día más allá de los muros de la ESMA? Decir
que entonces, en esos años, la Justicia aún no se había globalizado es perdonar a los
que permitieron, a los que tenían poder y no lo hicieron valer. ¿Dónde están los
bloqueos económicos a los regímenes de Videla y Pinochet? ¿Dónde está la clara,
contundente repulsa del Vaticano? ¿Qué países retiraron a sus embajadores en la
Argentina o en Chile durante los años del genocidio?
La teoría de la intervención de humanidad ya tenía vigencia y lúcidos profetas en el
siglo XIX. Juan Bautista Alberdi, en 1839, desde Montevideo, la reclama contra Rosas.
También él sentía y con total razón que habitaba un mundo globalizado. El
ritmo del comercio burgués de esa burguesía exaltada por Marx en el Manifiesto, en
1848 creaba un universo de mercancías que requería un derecho internacional. Así,
escribe Alberdi: En medio, pues, de este sistema de universalidad (...), de esta
asociación solidaria, de esta nación de naciones que constituye la humanidad, la
independencia de los pueblos no consiste en el poder de hacer de sus cosas internas el uso
que les da la gana. Isidoro Ruiz Moreno, en El pensamiento internacional de Alberdi,
ofrece, en apoyo de la tesis de Alberdi, un texto de derecho internacional que data de
1876 y que parece haber sido escrito hoy para Pinochet: Cuando un gobierno, aun
obrando en los límites de sus derechos de soberanía, vicia los derechos de humanidad por
excesos de injusticia y de crueldad que hieren profundamente las costumbres y la
civilización, el derecho de intervenir es legítimo (Eudeba, p. 60). Y todo esto
remite a Nuremberg. También ahí se estableció, si no la intervención de humanidad,
algo que la reclamaba: ningún país, Alemania en este caso, puede violar esenciales
valores de humanidad en su territorio y pretender aislarse de las penalidades del derecho
internacional. En suma, en 1973, en 1976, ya existía la base jurídica como para que los
gobiernos civilizados del mundo se alzaran con energía contra los gobiernos atroces de
Pinochet y de Videla. No lo hicieron. Los reconocieron, comerciaron con ellos, jamás
asomó ni remotamente la posibilidad de un bloqueo y el Papa recibió a Videla
quien, como santo y justiciero varón cristiano que era, se arrodilló militantemente a
sus pies, ya que él, así lo creía y proclamaba, ejercía la Justicia del occidente
cristiano.
Yo, como mi colega Ariel Dorfman, como muchos chilenos y argentinos, tengo miedo. Este
miedo no me paraliza ni enturbia la limpia alegría de ver presos a Pinochet, a Videla, a
Massera. Pero me vuelve cauteloso. Porque cuando veo esos desairados matarifes, cuando los
veo indefensos, abandonados a su suerte por quienes los toleraron o los apoyaron en el
pasado, también siento y pienso que a mis amigos muertos les haría bien saber esta
noticia. Pero también siento y pienso que mejor sería que no hubieran muerto. Que ésa
sería la verdadera noticia, la gran noticia, la más maravillosa de todas. La que hubiera
sido posible si los matarifes no hubiesen tenido las manos tan libres, el campo tan
fértil, el horizonte tan despejado para cometer sus tropelías. Y de aquí viene el
miedo. De saber que mataron porque los dejaron matar. De saber que hoy los juzgan porque
ya no los necesitan. Porque han pasado de moda. Porque los peligros para cuya conjura
fueron útiles ya están conjurados. Porque condenarlos da prestigio. Le añade prestigio
moral a la globalización. A una globalización tan despiadada en lo económico, tan
estructuralmente injusta en lo social, que crea una y otra vez, con un vértigo que no
cesa, sociedades tan desiguales que generan desamparo, protesta y violencia. Tengo miedo
porque me pregunto: ¿En qué exacto momento esta globalización impiadosa, que hoy luce
sus galas morales condenando a los dictadores de ayer, volverá a convocarlos, con otras
modalidades y ropajes, para conjurar los nuevos peligros que genera?
El miedo es parte de nuestra historia y es, también, parte de nuestra sabiduría. Nadie
puede ser valiente si no conoció el miedo. Sólo hubiera sido valiente siempre, la
valentía hubiera sido su estado natural y entonces no sabría qué es porque no sabría
qué no es. Así como conquistamos nuestra alegría porque conocimos el sufrimiento,
conquistamos nuestro valor porque conocimos el miedo, porque está incluso en nosotros
como permanente latencia, cuestionando nuestro coraje, diciéndonos que siempre puede
volver porque siempre pueden volver las condiciones que lo hicieron posible. ¿Dónde
están hoy esas condiciones?
Juzgar dictadores da prestigio a los jueces. No creo que un eslabón esencial de la
justicia menemista, la jueza Servini de Cubría, ofrezca la transparencia ética que
requiere el encarcelamiento de Massera. ¿Por qué milagro habría de ser el vehículo
noble de una causa noble quien tantos cuestionamientos ha merecido por encubrir un poder
que se ha expresado por medio del control político del Poder Judicial? No consigo
entusiasmarme con los Lores ingleses. Están, entre otras cosas, preparando el derecho
internacional de los dos demonios. Tienen a Castro en la mira. Toda la derecha pide el
empate Castro-Pinochet. No sería impensable que el bloqueo a Cuba se trocara por algún
tipo de intervención de humanidad. Sería más prestigioso perseguir a Castro desde la
justicia globalizada que desde el arcaico y poco simpático bloqueo económico. Y, por
fin, no creo en el rostro ético de la globalización. Que nadie deje de alegrarse si, en
el empeño de ser construido, ese rostro condena a los monstruos del pasado. Pero que
nadie olvide que el otro rostro, el rostro económico de la globalización, es tan brutal,
tan despiadado, que, si nadie lo contiene, acabará por barrer con el rostro ético
(forjado, en fin de cuentas, para fortalecerlo y justificarlo) y entonces volverán los
tiempos de los malos modales y, con ellos, sus protagonistas, estos dictadores que hoy la
están pasando tan mal.
Estas ideas dictadas por la paciencia, y el dolor de nuestros destinos
sudamericanos nos llevan a un par de advertencias concretas: 1) que la ética de la
globalización no nos impida ver que la globalización, en sí misma, no sólo no es
ética, sino que genera marginalidad, injusticia y violencia; 2) que esa violencia,
generada por el globalizado capitalismo salvaje, no acabe por ser esgrimida como excusa
para entronizar a los matarifes del futuro.
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