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¿Por qué ahora?
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) ¿Por qué todo, súbitamente, según el ritmo de estos tiempos veloces, comienza a ser tan áspero para los dictadores? Uno se alegra hoy, se regocija al pensar en la suerte adversa de Pinochet y de nuestros matarifes locales. Sin embargo, los muertos están muertos. ¿Qué hacían los Lores cuando la Muerte se posesionaba del Estado nacional o cuando el horror –el infinito horror– se desplegaba día a día más allá de los muros de la ESMA? Decir que entonces, en esos años, la Justicia aún no se había globalizado es perdonar a los que permitieron, a los que tenían poder y no lo hicieron valer. ¿Dónde están los bloqueos económicos a los regímenes de Videla y Pinochet? ¿Dónde está la clara, contundente repulsa del Vaticano? ¿Qué países retiraron a sus embajadores en la Argentina o en Chile durante los años del genocidio?
La teoría de la intervención de humanidad ya tenía vigencia y lúcidos profetas en el siglo XIX. Juan Bautista Alberdi, en 1839, desde Montevideo, la reclama contra Rosas. También él sentía –y con total razón– que habitaba un mundo globalizado. El ritmo del comercio burgués –de esa burguesía exaltada por Marx en el Manifiesto, en 1848– creaba un universo de mercancías que requería un derecho internacional. Así, escribe Alberdi: “En medio, pues, de este sistema de universalidad (...), de esta asociación solidaria, de esta nación de naciones que constituye la humanidad, la independencia de los pueblos no consiste en el poder de hacer de sus cosas internas el uso que les da la gana”. Isidoro Ruiz Moreno, en El pensamiento internacional de Alberdi, ofrece, en apoyo de la tesis de Alberdi, un texto de derecho internacional que data de 1876 y que parece haber sido escrito hoy para Pinochet: “Cuando un gobierno, aun obrando en los límites de sus derechos de soberanía, vicia los derechos de humanidad por excesos de injusticia y de crueldad que hieren profundamente las costumbres y la civilización, el derecho de intervenir es legítimo” (Eudeba, p. 60). Y todo esto remite a Nuremberg. También ahí se estableció, si no la intervención de humanidad, algo que la reclamaba: ningún país, Alemania en este caso, puede violar esenciales valores de humanidad en su territorio y pretender aislarse de las penalidades del derecho internacional. En suma, en 1973, en 1976, ya existía la base jurídica como para que los gobiernos civilizados del mundo se alzaran con energía contra los gobiernos atroces de Pinochet y de Videla. No lo hicieron. Los reconocieron, comerciaron con ellos, jamás asomó –ni remotamente– la posibilidad de un bloqueo y el Papa recibió a Videla quien, como santo y justiciero varón cristiano que era, se arrodilló militantemente a sus pies, ya que él, así lo creía y proclamaba, ejercía la Justicia del occidente cristiano.
Yo, como mi colega Ariel Dorfman, como muchos chilenos y argentinos, tengo miedo. Este miedo no me paraliza ni enturbia la limpia alegría de ver presos a Pinochet, a Videla, a Massera. Pero me vuelve cauteloso. Porque cuando veo esos desairados matarifes, cuando los veo indefensos, abandonados a su suerte por quienes los toleraron o los apoyaron en el pasado, también siento y pienso que a mis amigos muertos les haría bien saber esta noticia. Pero también siento y pienso que mejor sería que no hubieran muerto. Que ésa sería la verdadera noticia, la gran noticia, la más maravillosa de todas. La que hubiera sido posible si los matarifes no hubiesen tenido las manos tan libres, el campo tan fértil, el horizonte tan despejado para cometer sus tropelías. Y de aquí viene el miedo. De saber que mataron porque los dejaron matar. De saber que hoy los juzgan porque ya no los necesitan. Porque han pasado de moda. Porque los peligros para cuya conjura fueron útiles ya están conjurados. Porque condenarlos da prestigio. Le añade prestigio moral a la globalización. A una globalización tan despiadada en lo económico, tan estructuralmente injusta en lo social, que crea una y otra vez, con un vértigo que no cesa, sociedades tan desiguales que generan desamparo, protesta y violencia. Tengo miedo porque me pregunto: ¿En qué exacto momento esta globalización impiadosa, que hoy luce sus galas morales condenando a los dictadores de ayer, volverá a convocarlos, con otras modalidades y ropajes, para conjurar los nuevos peligros que genera?
El miedo es parte de nuestra historia y es, también, parte de nuestra sabiduría. Nadie puede ser valiente si no conoció el miedo. Sólo hubiera sido valiente siempre, la valentía hubiera sido su estado natural y entonces no sabría qué es porque no sabría qué no es. Así como conquistamos nuestra alegría porque conocimos el sufrimiento, conquistamos nuestro valor porque conocimos el miedo, porque está incluso en nosotros como permanente latencia, cuestionando nuestro coraje, diciéndonos que siempre puede volver porque siempre pueden volver las condiciones que lo hicieron posible. ¿Dónde están hoy esas condiciones?
Juzgar dictadores da prestigio a los jueces. No creo que un eslabón esencial de la justicia menemista, la jueza Servini de Cubría, ofrezca la transparencia ética que requiere el encarcelamiento de Massera. ¿Por qué milagro habría de ser el vehículo noble de una causa noble quien tantos cuestionamientos ha merecido por encubrir un poder que se ha expresado por medio del control político del Poder Judicial? No consigo entusiasmarme con los Lores ingleses. Están, entre otras cosas, preparando el derecho internacional de los dos demonios. Tienen a Castro en la mira. Toda la derecha pide el empate Castro-Pinochet. No sería impensable que el bloqueo a Cuba se trocara por algún tipo de intervención de humanidad. Sería más prestigioso perseguir a Castro desde la justicia globalizada que desde el arcaico y poco simpático bloqueo económico. Y, por fin, no creo en el rostro ético de la globalización. Que nadie deje de alegrarse si, en el empeño de ser construido, ese rostro condena a los monstruos del pasado. Pero que nadie olvide que el otro rostro, el rostro económico de la globalización, es tan brutal, tan despiadado, que, si nadie lo contiene, acabará por barrer con el rostro ético (forjado, en fin de cuentas, para fortalecerlo y justificarlo) y entonces volverán los tiempos de los malos modales y, con ellos, sus protagonistas, estos dictadores que hoy la están pasando tan mal.
Estas ideas –dictadas por la paciencia, y el dolor de nuestros destinos sudamericanos– nos llevan a un par de advertencias concretas: 1) que la ética de la globalización no nos impida ver que la globalización, en sí misma, no sólo no es ética, sino que genera marginalidad, injusticia y violencia; 2) que esa violencia, generada por el globalizado capitalismo salvaje, no acabe por ser esgrimida como excusa para entronizar a los matarifes del futuro.

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