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Panorama Politico
Hacia dónde
Por J. M. Pasquini Durán

La mitad de la población latinoamericana malvive con ingresos de sesenta dólares por mes y uno de cada cinco pasa hambre todos los días del año. Hace dos meses, Carlos Fuentes comparaba cifras: las necesidades de educación básica de las naciones en desarrollo equivalen a 9000 millones de dólares, mientras en Estados Unidos gastan 8000 millones de la misma moneda en cosméticos. Otra comparación: las necesidades de agua, salud y alimentación de los países pobres pueden resolverse con una inversión de 13.000 millones de dólares, mientras Europa consume helados por 11.000 millones de dólares.
Argentina forma parte de esa realidad: el año próximo habrá en el país más de dos millones de personas sin ningún empleo, sumadas a los subempleados, los precarizados, los subsidiados y los ilegales. El gobierno se niega a garantizar el fondo docente, que aumenta en tres pesos diarios el salario de los maestros, mientras cada día subsidia a los trenes privatizados, y reducidos, con casi un millón de dólares, lo mismo que antes perdía por la red nacional, y paga 35,5 millones a los acreedores de la deuda externa, que aumentó más de tres veces desde el acuerdo Brady en 1992. El miedo a la marginación convierte a la mayoría popular en rehén de los injustos. ¿A qué mundo pertenece este país? Al mundo insoportable.
Es un mundo que clama por “algunos que se levanten contra los malignos y se unan en contra de los que obran iniquidad”, como decía el metodista John Wesley en su sermón sobre la “Reforma de las Costumbres”, como lo recuerda el pastor Aldo Etchegoyen en su celebración del 50º aniversario de la proclamación de los Derechos Humanos (Cincuenta años de luces y sombras). Los claroscuros de la semana que pasó han sido emocionantes en varios sentidos. Pinochet en Londres no fue ungido por la inmunidad, en una de esas raras veces en que la voz de la fe –“la ley es para el hombre y no el hombre para la ley”, en palabras de Jesucristo, repetidas mil veces por el obispo Miguel Hesayne– se reúne con “el sueño de la razón, por encima de los cadáveres éticos de los teólogos de la ‘razón de Estado’ y de la soberanía de la represión”, como escribió Manuel Vázquez Montalbán (Pinochet y el quinto lord).
Para que nadie dude que es obra de los hombres, y no pura ilusión, el imaginario de verdad y justicia volvió a estremecerse, feliz, con la orden de prisión para Eduardo Massera, que bien se la tiene merecida. La dignidad humana se alzó sobre sus pies, no sólo en el castigo de los sátrapas –apenas dos, aunque emblemáticos, entre tantos–, también en esos dos jóvenes que recuperaron las identidades que habían sido secuestradas por la dictadura. Lo mismo en Jujuy, donde los comerciantes bajaron sus cortinas y miles de trabajadores salieron a la calle, convocados por el Frente de Estatales, obligando al gobernador, el séptimo en nueve años si las cuentas no fallan, a huir como el virrey Cisneros.
Jujuy, junto con otras tres provincias, ha sido calificada como “unidad inviable” por evaluadores de los financistas internacionales. ¿Será por eso que nadie le presta suficiente atención a lo que allí sucede, o a lo que pasó con la lucha de Luz y Fuerza en Mar del Plata, o a las voces de los 400 trabajadores del ingenio La Esperanza de Tucumán y de los demás que andan por los cuatro rumbos reclamando lo elemental? La mayoría pide trabajo, fuente de dignidad. Huehuetlatolli aconsejaba a su hijo: “Ten cuidado de las cosas de la tierra. Haz algo, corta leñas, labra la tierra, planta tunas y magueyes. Tendrás qué beber, qué comer, qué vestir. Con eso estarás en pie, serás verdadero; con eso se hablará de ti, se te alabará. Con eso te darás a conocer”, según cuenta la escritora tucumana Lucía Mercado, en El Gallo Negro. Vida, pasión y muerte de un ingenio azucarero.
Con los claros, conviven los oscuros. En la Corte nacional, otra vez, se alzaron las cinco manos del Poder Ejecutivo para aprobar las maniobras en el Senado, donde el menemismo construye mayorías sin urnas y cava trincheras, dando por perdida la batalla electoral si es que ninguna tragedia o farsa hace posible el tercer mandato. Al mismo tiempo, el Presidente reclama inmunidad para Pinochet con la misma razón de Estado que fabrica desempleo, veta el aumento docente, pide impuestos anticipados, defiende el tráfico de armas, sostiene a la señora del petit-hotel, y vota en la OEA con las dos manos la restauración de una “doctrina nacional de seguridad”, tan lábil y engañosa como aquella otra que terminó repartiendo los bebés de sus víctimas. Hablando de Pinochet, un columnista de El País de Madrid “confirma que el fascismo lleva cuello blanco [...] grita democracia, pero no reniega de sus asesinos”, odia al juez Garzón “y es de despacho, sonrisa y centrismo”.
Por los claros y por los oscuros, no hay que desechar ninguna oportunidad de hacerse oír, sea en una marcha, en un mitin o en una interna abierta. Para el desahogo o para la afirmación, y también porque en esta época ya no se vota qué sino hacia dónde. Por mucho que la política haya sido inoperante para atender a las mayorías populares, o haya operado en contra con toda premeditación o alevosía, tampoco la hegemonía de los economistas ni la teología del mercado dio respuestas al bien común. En la democracia, las verdaderas respuestas no hay más remedio que encontrarlas en la política. Sería ideal que los representantes reunieran honestidad, audacia, astucia, coraje, firmeza en los principios y flexibilidad operativa, pero de momento sería suficiente con encontrar verdaderos amigos del pueblo.
Menem no puede encontrar una brecha hacia el tercer mandato (aunque todavía la busca) y Duhalde, ni qué hablar de Ortega, es una expresión del menemismo, como se ha visto en cada una de las últimas votaciones en el Congreso y, en particular, durante el bochornoso trámite del Senado. Si es por la temperatura del ánimo público, o sea la bronca y el hartazgo generalizados, y por el agotamiento del pensamiento conservador en el mundo, el próximo turno de la democracia será para la oposición reunida en la Alianza. Por lo tanto, mañana, en la interna abierta, se elegirá al candidato que, lo más probable, será el futuro presidente en el fin de milenio. Es cosa juzgada que la coalición es el resultado de un impulso público que quiso reunir en un mismo polo al partido más antiguo con el movimiento más nuevo para ver si de esa alquimia puede surgir algo distinto a las ofertas convencionales. La primera opción ya está hecha: es por el cambio de rumbo.
No es la única novedad emergente de la cultura popular que, con avances y retrocesos, va despojándose de miedos y prejuicios implantados por décadas de frustraciones y horrores. Que en estas horas, millones de personas estén preguntándose si van a confiar ese cambio a una mujer, es un signo cualitativo de esa nueva actitud ante la política y ante la vida. Esto se vio en octubre pasado cuando dos mujeres, Chiche Duhalde y la misma Graciela Fernández Meijide, disputaron la representación legislativa del primer distrito electoral del país. Es un dato para sumar a la lista de los claros y los justos, en un país que demoró cuatro décadas en reconocer a Eva Perón por lo que hizo y lo que significó, sin necesidad de alabarla como diosa o denigrarla como prostituta.
De todas las encuestas conocidas hasta el momento, si alguna acierta con el resultado final será obra del azar, porque aún no hay suficiente experiencia de internas abiertas y porque ésta coincide con un final de época, uno de esos momentos especiales en los que, hasta después del veredicto, nadie puede anticipar cómo esa misma voluntad de cambio o la sensación de agobio afectaron el espíritu de los votantes. Es lógico, entonces, que los candidatos sientan hasta mañana el hálito de victoria.Lo que importa, en todo caso, es que el vencido pueda absorber el resultado como el comienzo de otra etapa del mismo impulso que le dio origen y que el ganador también lo entienda así, porque, en definitiva ambos, no son otra cosa que la emergencia de una voluntad ciudadana que hace camino al andar.
Fernando de la Rúa tuvo razón en exponer su experiencia administrativa, en distintas posiciones de gobierno, como uno de sus valores en oferta. Aunque sus consejeros de campaña debieron advertirle que en la hora actual hace falta, también, la tremenda capacidad de ubicarse en las nuevas realidades. Ni Tony Blair, ni Massimo D’Alema, ni Gerard Schröeder, por citar algunos, ocupan sus lugares por el pasado sino como proyectos de futuro. Cuando se hace el repaso de las tareas pendientes, de las tremendas presiones que surgirán desde los privilegios conquistados durante el menemismo y desde las demandas populares insatisfechas en la última década, de las dificultades para gobernar que supone un mundo en cambio, de las acechanzas de la futura oposición menemista, de los riesgos implícitos en cada mudanza de criterios de gobierno, de la descomunal tarea de reconstruir el Estado y desalojar a las mafias enquistadas por la fuerza multimillonaria de la corrupción, de domesticar al mercado en términos de equidad social, de la redistribución de ingresos con sentido de justicia, es difícil creer que se pueda cumplir sin hacer una revolución.
De algún modo, si cumplen lo que prometen, lo será, aunque no en los viejos términos del setentismo, sino en las condiciones del reformismo libertario y pacífico de las democracias al uso de este tiempo. Además de su voluntad deberán contar con el respaldo masivo que en cada momento tuvieron Alfonsín para juzgar a las Juntas de la dictadura, o Menem para lanzar su plan de estabilidad antiinflacionaria, o sea por lo menos con la simpatía y la paciencia de siete de cada diez argentinos. El futuro gobernante, sea quien sea, tendrá que reconocer un aliado en el conflicto social, porque las expectativas y las necesidades son muchas y urgentes, imposibles de satisfacer al mismo tiempo y en el corto plazo, pero sobre todo porque ese reclamo popular será una de las fuerzas decisivas en la lucha por un futuro diferente, en contra el tiempo de injusticia que se pretende superar.
Como en todo momento de ruptura y riesgo, es la misma sociedad la que se pone a prueba antes que los dirigentes a quienes confiará la administración pública. No sólo por el acto de votar, sino porque su concurso es indispensable, en un trípode con el Estado y el mercado. Otro de los rasgos de esta época es que ya el pueblo no puede gobernar sólo a través de sus representantes. Esto que ahora los analistas llaman la sociedad civil es un protagonista obligado, debido a la complejidad de la época y al requerimiento de consensos activos para lograr ese programa mínimo de bienestar general que suelen nombrarse como “políticas de Estado”, por encima de las banderías políticas y de los estímulos facciosos. Sin una épica de transformación, ¿cómo podrían los reformistas, en soledad, acometer una revolución democrática? Todas las historias que perduran comienzan en la inteligencia y las tripas de cada uno. En este caso, hace falta una doble decisión: primero, votar y después hacia dónde.

 

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