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Por Diego Fischerman La idea de dedicar todo un año a tocar un grupo de diez sonatas escritas por un mismo compositor ya es un dato. En primer lugar, simplemente, acerca de la concepción de estas obras como un conjunto. Como un relato de largo alcance en que lo que se cuenta es no sólo lo que cada sonata tiene para decir sino la manera en que cada una de ellas dialoga con las anteriores y con las que la siguieron. Otras composiciones de Beethoven, en ese sentido, gozan ya de cierta reputación. Sus sinfonías, sus cuartetos para cuerdas y sus sonatas para piano tienen precisamente esa cualidad de haberse constituido en sagas. Y, con todo lo de discutible que pueda tener a esta altura del partido la idea de progreso ponen en escena, sin duda, la ilusión de lo evolutivo. Es imposible no adjudicarle a su Cuarta Sinfonía la condición de paso previo a la Quinta o a sus sonatas intermedias la de escalón hacia la cima de las últimas. Anne-Sophie Mutter, una de las más grandes violinistas de la actualidad, decidió otorgarle ese rango, también, a las sonatas para piano y violín. Mutter, en dúo con el pianista Lambert Orkis (mucho más que un violín con acompañamiento) dedicaron este año, efectivamente, a tocar, alrededor de todo el mundo, estas sonatas. Como parte del proyecto, las grabaron en agosto, en vivo y a lo largo de tres conciertos, en un álbum de 4 CDs impactantes que ya están a la venta. Y esto, más que una nueva integral de las sonatas de Beethoven debería ser visto como un gigantesco trabajo de reinterpretación. O, parafraseando a Marguerite Duras, la inmensa tarea de un gran amor. Porque las lecturas de Mutter y Orkis, con todo el riesgo que eso implica, están lejos de ser literales o de repetir los hitos interpretativos del pasado (Francescatti-Casadesus, Oistrakh-Oborin, Perlman-Ashkenazy o, más cerca, Kremer-Argerich). En este caso, incluso de manera a veces irritante, los intérpretes, en la búsqueda del sentido de la partitura, se animan a ir en contra de la partitura. Pero en esos gestos no hay ni asomo de arbitrariedad sino más bien una apropiación de ciertos elementos beethovenianos (detener el tempo antes de una modulación sorpresiva, por ejemplo) y su aplicación a lugares no indicados por el compositor. Esto podría parecer una irreverencia y, no obstante, está lejos de serlo. En un sentido, porque estos toques personales siempre están justificados por la aparición de elementos similares en otras partes de la obra. Pero, sobre todo, porque no cortan la fluidez del relato. Por el contrario, sostienen el suspenso y la idea de gran arco que une a las sonatas. En estas irreverencias hay, por otra parte, un punto de partida interesante y es la conciencia de que estas obras fueron escritas para otros instrumentos y para otros ámbitos. Lo que fue escrito para un fortepiano vienés del siglo XIX, un violín con cuerdas de tripa y un pequeño salón con algunos íntimos como público, debe sonar necesariamente distinto con un gran piano de concierto, con cuerdas y arco modernos y en un teatro de las dimensiones del Colón lleno hasta el tope. En relación con esta modalidad interpretativa, para la que no hay una manera standard o correcta sino la búsqueda imprescindible de la solución adecuada para cada caso, ocupan un lugar preponderante las sutilezas en los toques y la variedad tímbrica lograda por los intérpretes. Mutter toca por momentos sin nada de vibrato, con un arco livianísimo, y en otros se regodea en un sonido de voluptuosidad difícilmente superable. Orkis maneja los pedales y los modos de ataque con igual detalle. Y el resultado es una lección de Gran Arte, a la manera del siglo pasado: grandes ideas y, también, grandes decisiones y grandes riesgos.
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