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COMO VIVEN LOS PATOVICAS
El pato feroz

Se pasan el día en el gimnasio, consumen cantidades de anabólicos y luego hacen de custodia. A menudo terminan a los golpes. Se quejan de los chicos pero reconocen que a veces "se les va la mano" y dejan a alguien en coma.

Violencia: Hace dos años la violencia se registraba siempre desde las puertas hacia afuera, en la discriminación al momento de seleccionar. Ahora parece darse adentro.

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Un patovica en acción en la puerta de una disco, revisando a un chico.
"Los chicos vienen descontrolados", se quejan ellos de los adolescentes.

Por Cristian Alarcón

Menú del patovica

Desayuno: seis claras de huevo con avena, miel y almendras.
Media mañana: tortilla de avena y claras, ensalada de fruta.
Almuerzo: pollo, pescado, o carne con arroz, papa o batata (abudante).
Media tarde: ensalada de fruta y yogurt con cereales.
Entremés: licuado de banana con 6 claras de huevo.
Cena: lo del mediodía (abundante).

Deben ser seis comidas más aminoácidos y proteínas. Amén de las pastillas de esteroides anabólicos (hasta el equivalente a ochenta miligramos de testosterona extra para un organismo acostumbrado a producir cuatro por día). Riesgo mínimo: perder el equilibrio emocional. Máximo riesgo: contraer cáncer o sufrir la atrofia de los testículos, quedar estéril.

El sacrificio del hombre que pretende músculos hasta romper los tamaños habituales es el de un monje sadomaso sometido por su propio narcisismo. Lo reconocen ellos y lo ratifican los médicos. Los chicos que llenan boliches y padecen el desmesurado crecimiento testosterónico nada saben del que soportan sus verdugos, últimamente famosos por los excesos. No tienen idea de lo que significa el desenfreno de miles de soberbios nenes que les tiran de los trajes como a Arnold Schwarzenegger los chicos del kinder, en aquella película de Hollywood. No saben lo que son las nenas que les dicen: "¡Vos a mí no me tratás así, negro de mierda! ¡Patovica ignorante!". No dimensionan lo que son los "nuevos dueños de boliches caretas" que les prohíben la acción física para proteger la imagen en el mercado con esto de tanta denuncia. No comprenden lo que es recibir escupitajos de los expulsados de la pista. No saben del portero de La Morocha al que un adolescente enfurecido le arrancó con manos y dientes el comienzo del cuero cabelludo. Porque la guerra cotidiana continúa. Y si no, pasen, adelante. No olviden sus contraseñas.

Los últimos datos son claros. Parece que hay problemas en la noche y muchos en las fiestas de tiernos egresados. Hace dos semanas una patada de karate de un custodio le produjo una conmoción cerebral a un chico, Jorge Acrogliano, de 19 años, quien por primera vez iba a bailar a La Embajada. El lugar, en Villa Crespo, no goza del supuesto refinamiento de sus primos de la Costanera, pero es célebre por las 33 denuncias de agresiones a clientes que se le acumulan en la justicia. En ese mismo local en julio de 1996 la fuerza de un patovica hizo que Gonzalo Noya, de 17, cruzase con la cabeza como la poderosa punta de un misil, la pared de un ascensor hecha de un blindex de doce pulgadas. En la historia de los golpes dados por patovicas esta semana se registró la primera condena, después de un juicio oral, para un forzudo que le destrozó la cara en octubre del '96 en la disco Chamaco a un turista norteamericano. Como en la mayoría de los casos, los testigos de la violencia anabólica no aparecen. El fiscal de dos causas en las se acusa a custodios de La Embajada, Marcelo Martínez Burgos, se queja. La mayoría de los padres de chicos que han visto cómo madreaban a otros no aceptan que sus hijos hablen. A eso se le suma que la investigación de estos hechos, lesiones leves o graves, van a parar a "fiscalías correccionales colapsadas, con más de tres mil causas nuevas por mes cada una, difíciles de resolver por un fiscal y siete empleados", sostiene Burgos y recuerda el allanamiento que hace dos años se hizo en la disco El Cielo. Secuestraron manoplas, gases paralizantes, y en el auto de los custodios, armas sin registro. Uno de los capos de seguridad en aquella época "era entrenador de karate del hijo de un senador provincial". Tenía iluminada en el auto la patente oficial de la Legislatura bonaerense. "Ese es el nivel de impunidad con el que se maneja la mayoría", describe Burgos.

Hay patos y patos

A Juan Martínez y a su hermano Luciano, ambos descomunales, jamás se los verá en la tele desmintiendo a víctimas gritonas en el show de Mauro Viale. Juan, 24, rubio, cien kilos, es hombre de seguridad del selecto Buenos Aires News. Los Martínez no van a la tele porque saben de imagen. En principio a Juan no se le ocurriría trabajar de "campera de cuero y remera negra", el estilo de los patos "grasas". La etiqueta indica traje de buena caída. Porque "no es lo mismo el News que ser portero de una bailanta", remarca orgulloso de la perfumada porción que le tocó "cuidar". El look texano rudo queda para los de la periferia, donde "es más común que los que trabajan de esto no tengan nada de educación". Juan es de los vip. A los diecinueve ya era seguridad del Hyatt. Está convencido de que cuidar ese tipo de espaldas le ha dado nivel. Aunque su otro baluarte, padre comerciante y madre docente, estén furiosos por la desprestigiada ocupación de los chicos y hayan prohibido al tercero, de 17, fanatizarse con los fierros. Juan ahora estudia el profesorado de Educación Física ("trabajo y me pago mi privada --se ufana--, siempre estudié en privadas") y además de ya tener su propio gimnasio da clases en una primaria. "Los chicos no tienen la educación de antes --despotrica--. Vienen descontrolados. Los ves en el patio del colegio como en un boliche. Llegan del departamento y cuando los largan son como toros que estaban encerrados. La sociedad está enferma. En 3º grado ya tratan de boludo al maestro. Cuando bajan del trencito de la fiesta de egresados van con la botella llena de vino y gaseosa, en pedo, tirando cuetes, con la misma ambición quilombera de cuando van a Bariloche. Y después uno tiene que cuidarlos."

"A veces se me va la mano"

--¿Cuánto ganan por noche? -- le pregunta este diario a Pablo Giménez, 25 años y patovica de una bailanta gay.

--Por cincuenta pesos asquerosos te pueden partir una botella en la cabeza. O te esperan a la vuelta y te agarran entre varios. Nadie entiende el esfuerzo que hacemos.

Pablo es entrerriano, vino del pueblo de La Paz cuando eran un chico sin dureza. Conocía de cerca al custodio nacido en Chajarí que fue asesinado a tiros el año pasado en la puerta de New York City. El criminal fue un chico despechado porque no soportó los malos modos del portero. Pablo presta servicios en una agencia de seguridad que abastece a varios boliches. En realidad las agencias son media docena de custodios con experiencia, convertidos en intermediarios. Algunas también ofrecen guardaespaldas a estrellas de la canción latina o políticos en campaña. "Sé que hay patovicas a los que les encanta pegar --reconoce--. Y muchos que no tienen idea porque con tres meses en un gimnasio ya están laburando. Pero la realidad es que el que busca problemas encuentra problemas." En esa entrega profunda hacia el cliente que se busca inconvenientes, "a veces --concede-- se va la mano". A él le ocurrió una madrugada en una pelea que lo asaltó cuando hace dos años cruzaba Retiro. Dice que le quisieron robar.

--¿Hasta dónde se te fue la mano?

--El tuvo un derrame cerebral. Pasó seis meses en coma.

--¿Se recuperó?

--Y... tiene algunas lesiones mentales.

Esos golpes le significaron una condena de seis meses de trabajo solidario. Tuvo que cuidar durante horas a un chico con síndrome de Dawn. Los padres del nene cuando terminó el plazo le pidieron que se quede. No hay prohibiciones para patovicas con antecedentes. Aunque en las discos top después del despliegue que los medios hicieron de algunos casos de violencia los dueños se preocupan por los antecedentes y el nerviosismo de su personal. Prohíben elevar el tono y apuntan a la persuasión, como en el caso de La Morocha, según señala uno de los dueños y encargado, Peni Taranco. Existe una profunda diferencia en las preocupaciones de los responsables de los locales según "el nivel" de los clientes. Aun así la constante es el débil equilibrio de la noche. Los cuerpos de seguridad son una jauría dispuesta a zapatear en la cabeza del que se atreva a agredir a uno solo. "Existe una lealtad y un espíritu corporativo muy fuerte entre patovicas", dice el fiscal Martínez Burgos.

La disco violenta

"La disco huye del mundo", dice en su ensayo "La discoteca como sistema de exclusión" el sociólogo Marcelo Urresty. Huye con la rapidez de las nuevas músicas y en zapatillas galácticas. Huye pero el mundo la alcanza en cuanto la mala leche se sube y la noche pierde los estribos. Para eso está el cuerpo de seguridad que toda fábrica de diversión nocturna debe poseer, si pretende perpetuar la ganancia. Porque para los adolescentes que se desbordan sobre las pistas cargados de euforia en litros, en los últimos dos años la gresca se ha constituido en ritual (ver nota aparte). La guerra entre tribus, clubes de rugby, de fútbol, colegios, quintos con antipatías, entre toquetones y novios, exigen "seguridad". La disco "fija y sujeta individuos para que disfruten de una liberación momentánea dentro de los límites de normalidad y normalización que define y exige el orden social imperante. Son elementos de una estrategia general de captura, destinada a ser la antirrutina rutinaria, esperada, regulada, tasada y medida", escribía Urresty hace dos años. La osadía ahora termina cuando los cuerpos quedan presos de la lógica del combate. Como el portero de El Divino que esquiva cualquier amago de palmada en la cabeza después de que el barrotazo de un cliente fuera de quicio casi le quita la mitad de la masa encefálica. Como las anécdotas de un grupo de tres que en ronda cuentan de la fortaleza sobrehumana de una víctima. "Estaba duro y borracho, le tocó el culo a una bailarina. Lo sacamos en andas. No sabés cómo le dimos. No sabés cómo se caía y se volvía a levantar el pibe, como cuatro veces, duro como Scarface. Lo pisaba con el botín, lo tenía listo para patearle la cabeza y vino aquel --por otro pato-- y le enchufó una patada, le rompió la cabeza. Jua jua jua."

Urresty marca el cambio de los incidentes: hace dos años la violencia se registraba siempre desde las puertas hacia afuera, en la discriminación al momento de seleccionar. Ahora parece darse adentro como producto de la mezcla que azuza la misma conflictividad social de siempre.

Tres chicas hacen una coreografía de Macarena. Un dealer disimula. La masa baila, respira humo y alcohol. Desde lo alto de sus alturas de patovicas, hay quince pares de ojos como radares, en estratégicos puntos de observación. La máquina sobreestimulante de la noche necesita vigilia y en la disco el panóptico, esa cárcel desde donde todo está bajo control, es un hombre anabólico. Sobre sus hombros trabajados pesa el rigor mortis al momento de dar una buena mirada segregacionista. Sobre sus espaldas está la dosis necesaria de crueldad para proteger al palacio de los riesgos que implica el medio. No sólo defender la asepsia social bolichera de los perfiles lombrosianos, sino que, ante el mercado expandido, frenar a tanto cliente desaforado. Y si es necesario hacer funcionar la acción bruta, pasar del narcisismo de los que adentro del boliche no se tocan, a la trompada limpia, el combate que deja ver finalmente bajo la luz de la ciudad, la violenta vida de unos y otros.

 


 

Los efectos que producen los esteroides anabólicos
"Pasás los cien y te seguís viendo delgado"

Por C.A.

t.gif (862 bytes) A Claudio Keilman en la foto se lo ve casi esmirriado, tiene apenas algunos músculos marcados bajo la musculosa: pesaba 68 kilos. Cuatro años de gimnasio intensivo y de consumo de esteroides anabólicos lo dejaron en casi cien. Una hepatitis reciente lo volvió a noventa, pérdida fatal para un hombre acostumbrado a construirse en base al volumen de su carne. Se quiso "morir". "Te agarra una especie de anorexia al revés. Te mirás al espejo y siempre te ves flaco. Pasás los ochenta, los noventa, los cien y te seguís viendo demasiado delgado. Me miraba al espejo y me miraba cómo me iba quedando la ropa y no lo podía creer, sentía que era otra vez un alfeñique. No sabés lo que eran las cargadas. Palomo, lombriz. Si hubiera estado de otra manera no sé qué hubiera hecho. Porque el esteroide es como toda droga, la probás y siempre querés más."

A los doce años fue el trabajador mal pago en la verdulería de un barrio cordobés. Después vendedor y viajante por un laberinto de pueblos de las sierras. Fue portero de Puente Mitre pero cruzó rápido hacia adentro por ser un chico duro pero fácil. "¡Pará de dejar pasar, gordo molinete!", lo retaban en tiempos de la exclusividad para Maradona y Cóppola. Ahora es uno de los que vigila la normalidad de la fiesta en un rincón de El Divino, un lugar tan top que el personal de limpieza pasa por entre los clientes casi invisible. Limpian rápido con un trapo los sectores donde el alcohol se chorrea para que no se forme un barro de mal gusto sobre el piso marmolado. Con la mandíbula trabada y una prolija barba candado, casi tierno dentro de la armadura muscular, reconoce el trajín del patovica como "una vida llena de sacrificios". Está harto de la ciudad y de la noche. Y dice que quiere dejar los anabólicos. Llegó a gastar cincuenta pesos por semana en ellos. "Empecé a los dieciséis años con el gimnasio. Pero me empecé a drogar cuando comencé a laburar de esto, cuatro años atrás. Uno dice drogarse, y suena raro porque acá esto no es ilegal aunque en Estados Unidos es como tomar cocaína, tan ilegal como eso". Claudio muestra una lista. Estanozolol. Oximetalona. Un producto llamado a 20 pesos las 100 cápsulas. También disponen, si las jornadas son demasiado agotadoras, de cápsulas de efedrina, que la mayoría de las veces vienen mezcladas con cafeína y aspirina. "Te exaltás de una manera increíble. Y algunos llegan a consumir Equipoise, una droga que aplican a los caballos para correr. Sabés cómo quedás, tenés una fuerza de animal."

Los anabólicos nacieron después de la Segunda Guerra, cuando a los hospitales llegaban cientos de miles de sobrevivientes de los campos de concentración adelgazados hasta ser piel y huesos. El anabólico se desarrolló para ayudarlos a recuperar la masa muscular. Luego se usó para otros fines médicos con cierto éxito, pero por los efectos nocivos se interrumpió su uso. Carlos Dangelo, a cargo de prevención y control de doping de la Secretaría de Deportes de La Nación, advierte que los anabólicos "pueden traer trastornos graves de la personalidad, irritabilidad y desequilibrio. En un principio genera un aumento de la libido, el deseo sexual, pero después produce los efectos opuestos: atrofia de los testículos, disminución y pérdida de la libido, aumento de las mamas en los hombres, esterilidad, azoospermia. También se alteran los valores de lípidos en la sangre, hay mayor riesgo arteroesclerótico y lesiones en el hígado".

 

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