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Por Mariana Enríquez Nunca tuvo mucho sentido explicar ciertos fenómenos cuasisociales provocados por la música en el rock argentino. Entonces, explicar a La Renga desde un punto de vista estrictamente musical tampoco lo tiene. Aun admitiendo el reduccionismo de definir lo que pasa en cada uno de los shows de la banda de Mataderos como una cuestión de sentimiento, es difícil encontrarle una explicación racional. 45 mil personas los vieron durante el fin de semana, en los conciertos del viernes y sábado por la noche en el viejo estadio de Atlanta. Se enarbolaron banderas, en número casi imposible de calcular, que delataban casi todas las procedencias posibles del Gran Buenos Aires y los barrios porteños. El centenar de trapos sinónimo futbolero de bandera que, al mismo tiempo, colgaban de los alambrados de la vieja cancha de la B, mostraban las imágenes que forman parte de la imaginería Renga: el rostro del Che Guevara, la hoja de marihuana, la estrella blanca de cinco puntas. Y, en cada una, alguna frase de algún tema de la banda. Estaba el diablo mal parado en la esquina de mi barrio, cuándo vendrán los días de sol, el solo hecho de encontrarte le da sentido a mi vida, ¿y en qué lugar habrá consuelo para mi locura?. Una versión renovada tal vez sólo en lo generacional del mismo espectáculo que pone en escena el público de los Redonditos de Ricota, cuando los Redonditos de Ricota tocan. En las dos noches hubo un dispositivo de seguridad enorme, pero adecuadamente permisivo (entraron todos los que habían ido por aquello de que es mejor adentro y contentos que afuera y enojados), y una innecesaria hora de tardanza que, entre otras cosas, contribuyó a que el ambiente preshow se caldeara un poco: no faltaron algunos folklóricos enfrentamientos y corridas entre bandas rivales de barrio o de club de fútbol. Por fin, la banda salió al escenario para mostrar su estilo de concebir un show típico: larguísimo, mezclando temas de todos sus discos, con buen sonido y con las festejadas presencias de los invitados Ricardo Mollo a esta altura, casi tan omnipresente como León Gieco y de parte de Los Piojos, la otra banda del palo convocante del momento para el ya famoso Blues de Bolivia (que motivó una queja diplomática del gobierno boliviano sobre su explícito contenido, Y poco refinamiento, mucho sentimiento, que eso lo que está buscando esa multitud. Ya durante el segundo tema, el épico Cuándo vendrán de Despedazado por mil partes un disco de clásicos automáticos que, debe decirse, no han podido repetir en su más reciente trabajo discográfico se habían encendido más de 15 bengalas. Las bengalas, los petardos y los fuegos artificiales festejaron cada canción de modo constante y sorprendente: por momentos, la cantidad hacía pensar que cada una de las decenas de miles de personas había llevado consigo algo de pirotecnia. Lo que no se puede ya en el fútbol, sí se puede todavía en el rocanrol. Y es inútil decir que temas nuevos como El hombre de la estrella o Reíte parecen pastiches o malas copias si se los compara con canciones enormes como El final es en donde partí o La nave del olvido. Hay bandas que tocan un nervio en la gente, y que la gente elige que se lo toquen. El rock de La Renga es un hard rock básico y cuadrado, a la AC/DC,tal como lo ha entendido a lo largo de treinta y pico de años la clase trabajadora argentina: áspero, limitado y honesto. Gustavo Nápoli, El Chizzo, cantante de la banda, no es un músico que tenga demasiado carisma sobre el escenario: no enuncia frases conmovedoras ni lanza consignas, pero sabe hablar desde los sentimientos básicos y así, tratando como amigos a todos los que bailan y cantan abajo, demuestra su ascendencia. Y de ninguna manera puede decirse que tenga una imagen cuidada ni estudiada. Es así. A lo mejor por eso, porque los tres integrantes de La Renga se parecen tanto a sus seguidores, la comunión parece, a esta altura, indestructible. Como con Los Piojos y, más arriba, Los Redonditos de Ricota. La Renga no resiste la comparación artística con la banda del Indio Solari, pero en algún punto sus públicos se entrecruzan, dominando el folklore rockero argentino, con sus cantitos de cancha, su particular iconografía, su euforia y su rito permanente de fidelidad y desmesura.
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