Por Julio Nudler |
El voto cuota no está tan muerto como se presumía. El triunfo de Fernando de la Rúa tiene algo de olor a hipoteca en dólares, a prenda impaga. La de ayer fue, a todos los efectos prácticos, una votación presidencial, y el electorado dejó a un lado el comportamiento desinhibido que se permite en los comicios no decisivos, como el de 1997. Los argentinos sienten demasiada incertidumbre como para agregarle incógnitas al futuro. Hasta 1996 la gente creía que el peso seguiría valiendo un dólar mientras permanecieran Carlos Menem y Domingo Cavallo. Después de la caída del mediterráneo la garantía se trasladó a cualquier economista identificado con el modelo, sin importar tanto quién sea. Si a Roque Fernández lo sucederá López Murphy o Rodríguez Giavarini, la sensación es que todo seguirá igual. Este es, para muchos, el mayor o quizás único atractivo de De la Rúa. Fernández Meijide procuró crearse también ella una imagen pro-estabilidad, en un intento que la condenaba de antemano a salir segunda. Es verdad que no ahuyenta por definición a la clase media, pero su vencedor de ayer la atrae en términos prácticos, aunque no la seduzca. Lo que a Graciela le faltó hacer fue explicar cómo los defensores a ultranza de la convertibilidad pueden resultar los más peligrosos para ésta porque sin una nueva estrategia los problemas económicos seguirán acumulándose y pueden volverse inmanejables. Pero, en ese caso, ella hubiera debido detallar qué se proponía hacer. Este mensaje estuvo ausente de su discurso. El hecho es que millones de argentinos viven mal con esta política económica, pero son al mismo tiempo rehenes de su continuidad a través del crédito y de todos los miedos que mete en la cabeza (la inseguridad de la que se habla no es sólo la de los robos). Son por tanto una difícil clientela electoral: conservadora en un sentido, ávida de cambios en otro. Sólo podrían apoyar a quien les prometa reformas, pero también les aclare concretamente de qué manera va a conseguir que haya más trabajo y menos desigualdad social y geográfica, más oportunidades personales y menos dominio aplastante del grande sobre el chico. Esas mismas frustraciones y la encrucijada en que quedó atrapada la convertibilidad, congelada como política desde 1994 y enfrentada a un mundo que ya se parece muy poco al de 1991, pasan a ser las pesadillas de De la Rúa a partir de su victoria. Nadie puede seriamente pensar que lo único necesario es profundizar el programa, reducirles costos a las empresas y combatir duramente la evasión tributaria, para luego sentarse a esperar que se despabilen los exportadores, vuelvan los capitales y haya prestamistas para seguir acumulando deuda.
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