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El fallo de los Lores británicos contra la inmunidad de Pinochet reactualizó un debate que hasta hace poco parecía archivado: la conveniencia o no de crear un Tribunal Penal Internacional que se ocupe permanentemente del tipo de delitos de lesa humanidad por el cual el ex dictador está detenido en Gran Bretaña por orden de un juez español. Teóricamente, este tribunal dispensaría a juristas y políticos de las incertidumbres que afrontan ahora: los delitos estarían debidamente tipificados, las detenciones podrían proceder con cierto orden, las jurisdicciones estarían delimitadas y las competencias acotadas. Todo lo contrario de lo que ocurre hoy, en que la anarquía del sistema internacional parece haber infiltrado el territorio jurídico, convertido en un laberinto sin mapas. La última vez que se discutió el asunto, la idea chocó contra la resistencia de Estados Unidos y Francia, que temían quedar atrapados por obligaciones internacionales incompatibles o inconvenientes para sus políticas exteriores. La propuesta, en esa ocasión, era más conservadora que la instancia decidida por los Lores, ya que no establecía un carácter retroactivo del sistema legal a ponerse en marcha. Vale decir: Pinochet no podría haber sido juzgado porque sus crímenes ocurrieron cuando no se los penalizaba como tales; el castigo sólo iba a valer para futuros dictadores. Sin embargo, incluso en esta forma atenuada es improbable que un tribunal de este tipo llegue jamás a formarse, a no ser que sea una especie de parodia de la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde todos los países votan pero muy pocos deciden. En efecto, un tribunal penal internacional supone la igualdad de todos ante la ley. Al juzgar crímenes cometidos desde el Estado --como en el caso de Pinochet--, ese principio supondría entonces el de igualdad de los Estados. Aquí es donde el tribunal se demuestra improbable. Porque los Estados tienen distintas magnitudes de poder, y los más fuertes no aceptarán resignadamente someterse a los dictámenes de un grupo de juristas bienintencionados. En ese sentido, el rechazo norteamericano y francés no reflejó solamente los intereses de sus portadores, sino el hecho de que la ley de la selva sigue regulando las relaciones internacionales. El fallo de los Lores no cambia este cuadro, ya que la decisión final
sobre Pinochet depende del ministro Jack Straw. Es decir, del poder político británico. |