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RETRATO POLITICO DE FERNANDO DE LA RUA: LA HISTORIA, LAS CLAVES, LOS ASESORES, LAS PRINCIPALES DECISIONES

A favor de la corriente, pero tanto no

En 1973 fue el senador radical puesto por el temor de la clase media en plena ola peronista. Formó parte del balbinismo, pero no le quedó el complejo perdedor de los viejos radicales. Se diferenció de Alfonsín y atacó el Pacto de Olivos. Aceptó la Alianza --una herejía para el individualismo radical-- cuando creyó que podía ser Presidente. Ya ensayó como legislador y como jefe de Gobierno, cambió de equipos, y va por más.

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Por Martín Granovsky

t.gif (67 bytes)  "Pibe, no te confundas", le dijo su suegro Basilio Pertiné. "Vos ganaste con el voto de los bolches y los moishes." Era 1973 y Fernando de la Rúa acababa de conseguir su primer cargo electivo, como senador por la Capital, en el medio de la impresionante ola justicialista que dejó a Héctor Cámpora en la presidencia y ninguna gobernación en manos de un radical. Parado en el centro cuando el país parecía inclinarse a la izquierda, trajeado de gris entre camperas, el joven abogado hizo algo más que evitar la confusión. Por primera vez cumplió con la paradoja que marcaría su biografía política: distinguirse del resto sin quedar como un provocador; correrse de las olas sin enfrentarlas mediante un conflicto abierto; sintonizar con lo que antes se llamaba aquí mayoría silenciosa.

Para cualquier político, la palabra "moderado" sería un adjetivo. Para De la Rúa es casi un sinónimo. Un signo de identidad. Profesor universitario, catedrático de Derecho, ex estudiante del Liceo Militar en Córdoba sin llegar a ser militar de carrera, y tampoco un político antimilitarista; ilustrado sin convertirse en un intelectual orgánico del radicalismo; católico practicante sin haber llegado a transformarse en un cuadro laico de la Iglesia o el Opus Dei; dirigente de buenas relaciones con el establishment sin haberse estampado a uno de los grandes grupos económicos. Un típico perfil argentino de clase media, ideal para un político especializado en seguir la corriente, o al menos la corriente afín a los valores dominantes de la clase media. Pero, ¿cómo descubrir la corriente en cada momento histórico?

En 1973 De la Rúa era, ya, un radical con doble influencia. Por un lado, la línea cordobesa de Amadeo Sabattini. Por otro, el radicalismo bonaerense de Ricardo Balbín. En 1973 siguió la corriente del balbinismo. Como los demás partidos, en las elecciones del 11 de marzo propuso un programa de nacionalizaciones y control del crédito, pero no adoptó ningún signo, ni estético ni ideológico, de una radicalización que arrancaba en la Juventud Peronista y se irradiaba generacionalmente hacia el resto de las juventudes, la radical incluida. No pregonó en ningún momento el socialismo, ni científico ni nacional, ni reivindicó a los trabajadores como columna vertebral o vanguardia del resto de las clases populares. Y sumó a esa obsesión por el centro que lo acompañaría toda su vida un toque de suerte del que tampoco iría a desprenderse. En esto fue un Balbín al revés. Si en 1963 Balbín dejó la candidatura presidencial para Arturo Illia --total, decía, ningún radical sería Presidente--, y perdió la oportunidad, en 1973 De la Rúa fue candidato a segundo senador radical por la Capital Federal porque ni Facundo Suárez ni Juan Trilla quisieron presentarse. Y ganó. Aprovechó el miedo que producía entre los porteños el nacionalismo de Marcelo Sánchez Sorondo, un apellido de reminiscencias conservadoras y fascistas por Matías Sánchez Sorondo, su padre, un célebre maccartista de los años '30.

De la Rúa conocía bien el linaje de los conservadores argentinos. Lo conocía por su familia política, los Pertiné. El primer Pertiné que recuerda la historia política fue el abuelo de Inés, la mujer de De la Rúa. Era un conservador filofascista. El segundo, el general Pertiné que en 1955 procesó a Juan Perón. El tercero no tuvo trascendencia histórica. Podría ganarla si el juez español Baltasar Garzón decidiera citarlo como oficial de la Aviación Naval cuando se producían los vuelos de la muerte que confirmó Adolfo Scilingo. Es Basilio Pertiné, almirante retirado, antimasserista aunque no crítico de la represión de la dictadura y cuñado del flamante candidato de la Alianza a la Presidencia.

No se puede decir que, como hermano de su mujer, Pertiné haya ejercido una influencia decisiva en De la Rúa durante el Proceso. El dirigente fue un balbinista promedio, lo cual significa que no se opuso a la designación de intendentes radicales por parte del gobierno militar, no cortó el diálogo permanente con generales como Roberto Viola, a quien casi todo el espectro político y social, desde el Vaticano al Partido Comunista, consideraban un moderado a pesar de la organicidad de la masacre, y no encabezó la denuncia de las atrocidades en el exterior. Tampoco, es verdad, llegó a los extremos de Ricardo Balbín, que en 1975 había apelado a la represión del Ejército, más científica que la de la Triple A, para combatir lo que definió como "guerrilla industrial", es decir el avance de las corrientes clasistas opuestas a los dirigentes clásicos del peronismo en los grandes sindicatos.

Para De la Rúa, diría un norteamericano, la dictadura no fue un gran "issue" de su vida política, un tema principal en su carrera. Y no lo fue tampoco después de 1983, un rasgo que revela muy bien otra de sus características políticas: no es un oportunista, no se autoengaña, no construye hacia atrás, anacrónicamente, un discurso que no concretó en el momento correspondiente.

Una frase pinta su paternalismo de centro. Cuando en 1987 este diario le preguntó su opinión sobre el pasado de Alfonsín, el líder del centroizquierdista Movimiento de Renovación y Cambio, De la Rúa opinó:

--Alfonsín fue muy importante en el partido. Salvó a la juventud y la puso del lado de la paz.

De la Rúa no es un gran amor de Alfonsín, y Alfonsín no lo es de De la Rúa. En 1983 compitieron por la sucesión del liderazgo de Balbín, a quien en setiembre de 1973 De la Rúa había acompañado como candidato a vicepresidente contra la fórmula Perón-Perón. Alfonsín aplastó en el '83 al balbinismo, y después en las presidenciales del 30 de octubre terminó rankeado como el candidato radical que por primera vez en la historia mordería votos obreros al peronismo, sobre todo en la provincia de Buenos Aires.

De la Rúa fue, otra vez, candidato a senador, porque Alfonsín no quiso pulverizar al otro sector del radicalismo sino integrarlo aunque en la Capital había obtenido mayoría y minoría.

Luego, desde la cámara alta, fue un disciplinado seguidor del Ejecutivo. Por su despacho pasó buena parte de las negociaciones entre el oficialismo radical y el justicialista catamarqueño Vicente Leonides Saadi, que como expresión de la mayoría del PJ en el Senado fue el dueño de la llave para designar jueces, nombrar embajadores y ascender militares. Es una experiencia de negociación a la que deberá recurrir si la Alianza gana las elecciones de 1999 y De la Rúa tiene que gobernar con un Senado adverso. Un escenario que el candidato no teme, confiado en una ventaja que está seguro de tener: armador de consensos, negociador de paciencia infinita, político a quien no le disgusta el carácter intrínsecamente engorroso de la democracia.

No le disgusta, tampoco, pagar costos ni que los pague su partido. Por amigos suyos pasaron decisiones claves de la segunda etapa del gobierno radical. El entonces procurador Juan Octavio Gauna, que sería en 1997 su primer secretario de Gobierno en la jefatura de la administración porteña, redactó en 1987 el dictamen que sirvió a la Corte Suprema para sentar jurisprudencia en favor de la obediencia debida, que exculpaba a los mandos medios de su responsabilidad en la tortura, el secuestro y el asesinato, aunque no en el robo de bebés.

El Senado sirvió a De la Rúa para diseñar otra parte de su biografía, la del autor de leyes que incluso podrían llevar su nombre.

Acaba de decirlo en la campaña. Escribió la ley en favor de las minorías indígenas. Redactó la ley contra la violencia en el fútbol. Es el autor principal de la ley contra la discriminación. Nuevamente el centro militante: ¿quién podría acusar de elitista insensible a un hombre inquieto por los indios? ¿Para qué preocuparse por el famoso, y tal vez inexistente, "voto judío", cuando la ley ya sirvió para condenar a un neonazi? ¿Por qué buscar un perfil de deportista a lo Menem cuando el candidato demostró que no sólo es de Boca sino que hasta se ocupa de la seguridad de los hinchas y consigue un instrumento para condenar por primera vez al jefe de la barra brava boquense?

Cuando, en 1989, el peronismo le birló el Senado, De la Rúa pudo escribir otro capítulo más: el de víctima.

Difícil encontrar otra encrucijada que haya puesto en veredas tan distintas a Menem y De la Rúa que aquella negociación por la que, en el Colegio Electoral, peronistas y conservadores dejaron fuera del Senado al radicalismo. El acuerdo dio nacimiento a una alianza duradera, la de Menem y María Julia Alsogaray, la candidata de la UCeDé que entregó sus votos al grossista Eduardo Vaca. Les confirió, además, patente de pícaros. Y, en simetría, puso a De la Rúa del otro lado. Fuera de la picardía política y, sobre todo, fuera de la picaresca política. Más aún: castigado no por la picardía sino por la picaresca. Es decir, una buena imagen para una etapa posterior al menemismo.

Quedó muy poco tiempo fuera del Congreso. Sólo hasta 1991, cuando fue electo diputado y su popularidad sirvió para que el radicalismo porteño quedara como un islote opositor en medio de la convalidación nacional de Menem, Domingo Cavallo y la Convertibilidad.

Aquella victoria --de nuevo con un De la Rúa distinto, pero no a contramano, de la corriente-- le fue útil para terminar de diferenciarse de la Coordinadora porteña y el alfonsinismo. No es que quisiera vengarse de la derrota del '83; la vendetta no es su estilo. Tampoco que buscara reconstituir el balbinismo; los dinosaurios como Antonio Tróccoli, Juan Carlos Pugliese o César García Puente ya estaban alfonsinizados, muertos o casi en situación de retiro. Sólo marcó, fiel a su estilo de político descarnado, que el ganador era él. Quienes en aquel momento reconocieron la misma lectura política quedaron desde entonces en buenas relaciones con De la Rúa. Fue el caso de Federico Storani, y también el de Jesús Rodríguez. Ambos, y en especial Rodríguez, mantenían una relación respetuosa con Alfonsín, el padre político de la Coordinadora, pero estaban dispuestos a cometer parricidio al menos en sus distritos y dar por terminada, también, la división del '83.

La alianza estaba destinada a durar hasta otro momento clave de la historia política reciente, otra encrucijada de caminos que polarizó a De la Rúa respecto de Menem y, en ese caso, de la mayoría de su propio partido. Cuando en 1993 Alfonsín firmó con Menem el Pacto de Olivos que permitiría la reforma de la Constitución --y la introducción de la cláusula reeleccionista-- De la Rúa se plantó en la oposición.

Se opuso a la reelección de Menem.

Se opuso al Pacto de Olivos.

Se opuso a la conducción radical que firmó el Pacto.

Se opuso a la reforma de la Constitución.

Y después de la primera gran derrota de la UCR ante el Frepaso, en abril de 1994, pasó su primera gran factura interna:

--Que Alfonsín se vaya para que el partido se oxigene.

Como se sabe, Alfonsín terminó obligado a dejar la conducción radical.

Como se sabe, la virtual anarquía colocó en el Comité Nacional a Rodolfo Terragno, un radical nuevo (en términos de purismo radical, claro).

Como se sabe, Fernando de la Rúa, que fue electo senador por tercera vez y después primer jefe electo del Gobierno porteño, pasó de la presidencia del comité porteño a la presidencia del comité nacional.

Así estaba De la Rúa un viernes de agosto de 1997 cuando la segunda línea del radicalismo lo convocó a un almuerzo en Happening de Puerto Madero. Estaban entre otros Storani, Rodríguez, el delarruista Rafael Pascual y su actual vocero Miguel de Godoy.

De la Rúa, que nunca se pronuncia primero, prefirió escuchar la ronda de opiniones. ¿Al radicalismo le convenía una alianza con el Frepaso? Una opinión lo sacudió.

--Si se hace la alianza, vos vas a ser Presidente --le dijo Storani.

La noche siguiente, Alfonsín, Terragno, De la Rúa, Chacho Alvarez y Graciela Fernández Meijide acordaron la formación de la Alianza en casa de Federico Polak, el vocero de Alfonsín y poco más de un año después De la Rúa sería electo candidato presidencial en la primera coalición formal de toda la historia del radicalismo. Una herejía, casi, para una fuerza celosa de su individualidad partidaria hasta la patología. Pero nadie podía reprochar una dosis exigua de radicalismo en sangre al propio Fernando de la Rúa. El mismo lo dijo:

--¿Cómo podían acusar de poco radical a Balbín? ¿Cómo podían acusarlos a Illia, a Pugliese, a Alfonsín? ¿Quién diría que no soy radical?

En otras palabras: ¿por qué un radical puro no podía firmar una alianza con una fuerza de centroizquierda si, además, esa alianza sacaría del pozo electoral a la UCR?

De la Rúa ya era a esa altura jefe del Gobierno porteño --había asumido sin la presencia de Menem, que eligió dar una conferencia de prensa a la misma hora-- y añadía otro elemento más a su perfil exitoso: el adiós a la idea de que tenía prestigio electoral sólo porque no se había desgastado en la función ejecutiva.

En la Capital Federal, De la Rúa puso en práctica su estilo de perfil personal, de conducción y de toma de decisiones que amigos y adversarios ya empiezan a conocer.

De la Rúa es desconfiado.

Es paciente.

No premia especialmente a sus colaboradores ni con dinero, ni con reconocimiento, ni con agradecimiento.

Hace chocar primeros con segundos y segundos con primeros. El ex secretario de Educación Horacio Sanguinetti y el ex segundo y actual primero, Eduardo Gianoni, se enfrentaron meses hasta que De la Rúa saldó el conflicto.

No teme cambiar de equipo. Ya no está con él Gauna, y tampoco Rodríguez Giavarini, el ex secretario de Hacienda a quien De la Rúa no perdona, dicen los delarruistas, haber deslizado en público que el secretario de Obras Públicas Nicolás Gallo recaudaba dinero negro cuando jamás, añaden, lo habría dicho en privado. De paso, Gallo participaba antes de ocho de cada diez domingos en casa de los De la Rúa. Ahora lo hace dos de cada diez. Otro ejemplo de cambio de personal fue Norberto Varela, el ex edecán de Alfonsín que despidió de la intervención en la Policía Municipal luego de la difusión de su currículum naval en este diario y en Noticias. Al parecer, de paso, estaría terminado el ciclo de influencia de su cuñado Basilio Pertiné, el padrino de Varela: De la Rúa no desea pagar más costos públicos por contar a su lado con un grupo de militares en retiro.

Prefiere tejer sus propios contactos internacionales, aprovechando el dominio del italiano, el alemán y el inglés.

Sigue los temas y le cuesta delegar, en parte porque es competitivo y se considera el mejor en todo.

Se rodeó de un grupo heterogéneo. Un domingo típico puede incluir a Jesús Rodríguez, al consultor Luis Stuhlman, a De Godoy, a su hijo Antonio (coprotagonista del escándalo de las pinchaduras que, otra vez, victimizó a De la Rúa), a Gallo, a Pascual, al senador y experto en detectar conspiraciones falsas José María García Arecha, a su asesor de campaña Claudio Polosecki o a su secretario de Cultura, Darío Lopérfido.

Tiene buen sentido del humor, aunque sus allegados juran que evita la ironía en público, palabra que en su caso abarca a cualquiera que exceda el estrechísimo círculo íntimo, para no quedar como soberbio.

Sabe de tango y de folklore (su secretario, Roberto Avalos, es hijo de uno de los Hermanos Avalos).

Tiene un conocimiento enciclopédico, que le puede servir, por ejemplo, para llegar a Pringles y contar a los nativos la historia de un oficial de San Martín.

Monta decorosamente; lo hace en su hermosa quinta de Villa Rosa, en la zona de Pilar.

Renegoció los contratos de recolección de basura y ahorró dinero a los contribuyentes.

Incluso teniendo dinero, no produjo ninguna revolución educativa en la ciudad.

Fuma cigarritos. Pocos.

Repite y repite que no es de derecha, sino radical.

Ha juvenilizado su equipo. Además de su confianza en Antonio y en Lopérfido, le tiene un extraordinario aprecio político a la secretaria de Promoción Social Cecilia Felgueras, la coautora de "Buenos Aires no duerme".

Sabe de árboles y gallinas.

Y por encima de todo tiene un sueño constante, obsesivo, regular: quiere ser Presidente.

 

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