|
Por Juan Ignacio Ceballos Hace un año la revista norteamericana Tennis le pidió a Pete Sampras que se definiera a sí mismo. El joven de 27 años tomó primero una postura defensiva: No me importa lo que los periodistas digan de mí afirmó, porque yo tengo lo que quiero. Podrán decir que soy aburrido, pero allí están mis triunfos. Sin embargo, enseguida, Sampras dejó paso a sus reales sentimientos. Y ofreció una confesión reveladora: Nunca quise ser el gran muchacho, o el muchacho colorido, o el interesante. Quise ser el que ganara los títulos. Y lo ha logrado. Sampras es, indiscutidamente, el mejor jugador de las últimas dos décadas. Este año el norteamericano finalizó por sexta temporada consecutiva como número 1 del ranking, batiendo el record que durante veinte años tuvo Jimmy Connors. Además ganó su quinto título en Wimbledon. Y con sus 11 conquistas en grandes torneos quedó a un solo triunfo de igualar al australiano Roy Emerson, máximo ganador de títulos de Grand Slam en la historia. Sus logros, ahora, han desatado una marea de elogios y explicaciones para tantos éxitos. Sin embargo, el secreto de Sampras trasciende los argumentos naturales. Su juego completísimo, su talento incomparable y su temperamento son sólo consecuencia del mayor atributo que él posee. Ese que quedó reflejado en su confesión: el ferviente deseo, lindante con la obsesión, de convertirse en el mejor tenista de la historia. Deseo por el cual, hace trece temporadas, dio un vuelco fundamental a su carrera. Con 15 años, en 1985, Pete Sampras era uno de los mejores juniors de los Estados Unidos. Tenía un sólido juego de fondo, un saque débil y un buen revés a dos manos. Le bastaba para codearse con Andre Agassi y Michael Chang, las grandes estrellas juveniles. Pero según su coach Pete Fisher, con ese estilo no llegaría a nada. Pediatra, estudioso del tenis pero mediocre jugador, Fisher entrenaba a Sampras desde los 9 años. Desde entonces le había inculcado al joven su particular filosofía: Jugar bien siempre ha sido más importante que lograr triunfos pasajeros. También le transmitió la meta a perseguir: Nuestro objetivo no son los torneos juniors, sino Wimbledon. Y, en aquel 85, lo convencería de cómo lograrlo: Los mejores tenistas de la historia han jugado de una misma manera, al ataque. Sampras debía cambiar. Le llevó dos años al hijo de Georgia y Soterios aprender a pegar el revés a una mano, modificar completamente su servicio y desarrollar su nuevo estilo de juego, de saque y volea. Durante ese tiempo, descendió abruptamente en el ranking juvenil. Sufrió, pero le hizo caso a Fisher. Los resultados llegarán a largo plazo, decía. También durante ese tiempo descubrió a quien sería su espejo: Rod Laver. Junto a Fisher, y para aprender los aspectos del juego ofensivo, Sampras miraba films Súper 8 con partidos del australiano. Se sentía identificado con ese tenis. Y al mismo tiempo fortalecía la idea de intentar emular sus logros. De aquel tiempo, el uno del mundo cosechó las dos grandes enseñanzas que hacen posible este presente. La primera fue la idea que Pistol Pete siempre enarboló: Lo más importante en el tenis es ganar los grandes torneos y terminar el año como número uno del mundo. Y la segunda tuvo que ver con el valor del sacrificio, y el cómo sobreponerse a la adversidad. El Sampras que a los 15 años soportó muchas derrotas inesperadas por apostar al futuro, fue el mismo que en Australia 95 se largó a llorar en pleno partido, para luego llevarse el triunfo; o que en la final de la Copa Davis 95 fue sacado en camilla tras darle a su país la victoria; o que en el US Open 96 vomitó en la cancha pero igual ganó. Este año Sampras jugó dos meses seguidos, al límite de su esfuerzo, para no perder el uno a fin de año. Fue durísimo, significó un gran sacrificio, dijo. Pero al final ganó. Es la Ley de Pete: cuando se desea algo más que nadie, se consigue. El es el ejemplo. Y allí reside el secreto de su éxito.
|