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“LA MIRADA DE ULISES”, UN AMBICIOSO FILM DEL GRIEGO THEO ANGELOPOULOS
La odisea de un cineasta en el exilio

El director construye un relato fascinante combinando la mítica historia de Homero con una trama moderna, bastante autorreferencial.

Harvey Keitel es un director exiliado que se propone encontrar un film de comienzos de siglo.
Angelopoulos parte de esa historia para retratar el horror de la guerra balcánica.

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Por Luciano Monteagudo

cua2.gif (8729 bytes)t.gif (67 bytes) Lo que propone el director griego Theo Angelopoulos en La mirada de Ulises –el primero de sus once largometrajes que se conoce en la Argentina– es esencialmente un viaje, el recorrido de un hombre en busca de sus raíces culturales y de su memoria afectiva, una travesía que es a la vez exterior e interior, física y espiritual. Ese viaje está articulado hacia delante y hacia atrás, en la medida en que se nutre de un pasado mítico, pero como una forma de abordar el presente, un presente particularmente conflictivo como era la guerra de los Balcanes cuatro años atrás, en el momento en que Angelopoulos rodó La mirada de Ulises. Un film que coincidió en el Festival de Cannes 1995 con Underground de Emir Kusturica, otra película que por entonces también se sumergía en los orígenes de la guerra que escindía a la ex Yugoslavia.
A diferencia de Underground, que era coral y desaforada, La mirada de Ulises se plantea en cambio como un film introspectivo, de tonos siempre graves, ambientada en el que para Angelopoulos parece ser el paisaje del alma, una niebla fría e impenetrable que se cierne sobre los hombres y los abraza en un invierno eterno. Ese es el marco en el que se desarrolla el viaje del protagonista de La mirada de Ulises, un cineasta griego (Harvey Keitel) que vuelve del exilio para asistir en su ciudad natal a la proyección de una de sus películas, capaz de provocar la censura de las autoridades y hasta una ominosa movilización callejera. Esa, sin embargo, no es más que una excusa para ese hombre, de quien nunca se sabrá siquiera su nombre, pero sí su única, angustiante obsesión: recuperar la primera película rodada por los hermanos Manakis, unos pioneros que en los comienzos del cine recorrieron los Balcanes sin preocuparse por sus diferencias nacionales o étnicas, para dar testimonio de una región y su gente. Esos rollos, se cree, nunca fueron revelados y él quiere “liberar esa mirada, que después de un siglo sigue prisionera”.
Para Angelopoulos, “cada cineasta recuerda la primera vez que miró a través del ojo de una cámara, porque ese momento no coincide tanto con el descubrimiento del cine, sino con el descubrimiento del mundo”. Esa es la preocupación casi metafísica de su protagonista, reencontrarse con el primer comienzo y reconocerse en él, como quien necesita volver a las fuentes para recuperar la propia identidad. El mismo no sabe bien si esa búsqueda es producto de la fe o la desesperación, pero entiende esa meta como el inicio de una travesía larga y profunda, que lo llevará de Grecia a Albania, de Macedonia a Rumania y de allí a Sarajevo, el vórtice de la tormenta en la que se encuentra sumido todo un pueblo. Allí, entre las ruinas y el fuego cruzado de los francotiradores, es posible recuperar esos rollos perdidos, esa primera mirada que, como la de Ulises, quizás concentre toda la aventura humana.
Como en La Odisea, el cineasta lo que quiere en verdad es regresar a su patria –una patria difícil de encontrar, porque se trata de una patria interior– pero es alejado de su ruta una y otra vez por vientos y tempestades, que lo llevan a cruzar diferentes fronteras (las fronteras son una constante en el cine de Angelopoulos). Y como Ulises, ese hombrees tentado por diferentes mujeres/diosas –que en el film tienen todas el rostro transido de Maia Morgenstern– y se asoma a la puerta del Hades, cuando se le materializan las almas de los difuntos. Allí aparecen los fantasmas de su familia pero también los de su ideología, como en la imponente secuencia en la que –como Caronte, el barquero de los infiernos– el cineasta remonta el Danubio en compañía de una inmensa estatua de Lenin, ante la cual la gente se persigna, como en una ceremonia fúnebre.
Los célebres planos-secuencia de Angelopoulos, las tomas de largo aliento, sin cortes, contribuyen a darle a La mirada... un tono de réquiem, pero le sirven también para unir en un solo plano pasado y presente, para construir el espacio mítico en el cual se mueve el protagonista. En contra de buena parte del cine de hoy, el de Angelopoulos es siempre un film ambicioso, de grandes gestos, capaz de rozar peligrosamente la pompa y la circunstancia, pero que en sus mejores momentos no deja de imponer su majestuosidad visual, la belleza severa, dolorosa de sus imágenes.

 

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