Antes de que el juez
Baltasar Garzón pidiera la extradición de Augusto Pinochet a Londres, e incluso durante
la primera etapa de ese reclamo, mientras la Audiencia Nacional española dirimía si la
Justicia de ese país tenía o no jurisdicción para juzgar la violación de los derechos
humanos en Chile y la Argentina, ambos casos se presentaban mucho más parecidos de lo que
en los últimos días se comprobó que son. En las crónicas periodísticas de octubre y
principios de noviembre se deslizaba, a modo de dato casi accesorio, que en la Argentina
hubo un juicio a los militares genocidas y en Chile no, pero esas menciones terminaban
equiparando las respectivas situaciones en función de la impunidad de los militares
argentinos y chilenos: a un lado y otro de la Cordillera, quienes dieron las órdenes o
apretaron los gatillos paseaban a sus perros por las veredas que alguna vez bañaron de
sangre, mientras los familiares de sus víctimas y los demás ciudadanos debían
contentarse con la ocasional vergüenza que, a modo de condena social, cada
tanto salpicaba a los ex represores.
Sin embargo, y especialmente después del 25 de noviembre, cuando la Cámara de los Lores
le negó inmunidad al ex dictador, las escenas que se repiten en Santiago muestran a una
sociedad ubicada en un punto muy diferente al argentino. La irrupción al primer plano de
los sectores vastos y vehementes que siguen no sólo apoyando sino idolatrando a Pinochet,
pone de manifiesto una realidad que en la Argentina quedó abortada, si es que alguna vez
fue embrionaria, por lo que toda la sociedad aceptó como cierto en el Juicio a las
Juntas: se secuestró, se torturó, se mató a gente.
Es en este punto de la historia, veinte años después de que los militares dejaron el
poder, que este beneficio residual de ese juicio se pone en evidencia. En la Argentina se
dijo, en Chile se calló. Resultó no ser menor ni banal la diferencia: el espeluznante
repaso del horror que estuvo a cargo de la Conadep fue mucho más que un catálogo de
delitos aberrantes eclipsado, más tarde, por el punto final, la obediencia debida y el
indulto. Ese pasaje en limpio fue también un pasaje a la palabra, y esa palabra viajó
después a la conciencia social. Nadie salvo quince nazis que defienden a
Massera sería capaz, hoy, de reivindicar los métodos de la dictadura, porque lo
dicho institucionalmente en el juicio, engarzado con lo dicho por los organismos de
derechos humanos que se han encargado en las últimas décadas de sembrar el sentido
común argentino de consignas antidiscriminatorias y de denuncias al instante, borró
cualquier soporte tolerable para un discurso fascista. En ese sentido, el juicio fue
simbólico, pero en su acepción más profunda: operó simbólicamente a favor de la
democracia.
En Chile, en cambio, donde la transición no propició un blanqueo de la palabra de las
víctimas, hay espacio, y mucho, para los fervorosos partidarios de Pinochet, jamás
llamado asesino sino Tata, ex presidente o senador. Chile intentó jugar a la democracia
con dictador incluido y con silencio: ningún caldo de cultivo mejor para una derecha
degenerada que hasta se permite hoy corear el reclamo de los tanques en las
calles.Mientras tanto, corsets ideológicos paralizan a los funcionarios de la
Concertación, que disfrutan clandestinamente la detención de Pinochet pero deben posar
adustos para las fotos y deben, lo que es peor, accionar para que esa detención cese.
En un reportaje reciente, la ex detenida de la ESMA Pilar Calveiro subrayaba, entre muchos
gestos de resistencia dentro de los campos de concentración, la obsesión de los
detenidos por que alguien, uno, una, sobreviviera y contara qué había pasado. Con la
muerte esperándolos, esos hombres y mujeres soñaban con que su palabra fuera rescatada,
con la vaga pero certera salvación a través del discurso. Los logros económicos de
Chile taparon, durante todos estos años, esa deuda que los chilenos tienen con sus
desaparecidos. Aquí, en cambio, a los tumbos se aprendió que la verdad puede tener
espinas, pero remedio, no.
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