Contra el primer impulso de
cuadros medios y de Graciela Fernández Meijide, que lo querían en la jefatura de la
Ciudad, Chacho Alvarez decidió aceptar la propuesta de Raúl Alfonsín y acompañará a
Fernando de la Rúa en la fórmula de la Alianza para 1999. Según los pactos previos en
la coalición, los perdedores del domingo tenían derecho a tres posiciones clave:
vicepresidencia nacional, Jefatura de Gobierno porteña y gobernación bonaerense. A la
hora de elegir, Alvarez quedó encajonado en su propia lógica de construcción del
movimiento, donde sólo hay dos personalidades dominantes: ella y él. Cualquier otro
candidato de todos los que se mencionaron representaría una sola fracción del Frepaso,
con lo cual quedaría abierta la posibilidad del corte de boleta para todos los que no
comulgan con el vencedor de la interna abierta. Cualquier proposición que alentara la
boleta cortada era impresentable e inaceptable para la UCR.
Puede ser que el talante personal de Alvarez, más propenso, dicen, a las tareas de la
construcción macropolítica que al día a día de la administración pública, lo haya
inclinado hacia esta determinación. De todos modos debió hacer la opción, no hay que
olvidarlo, en el contexto de una derrota electoral, la segunda de dos durante su
meteórico ascenso a la cabecera política nacional. La primera, frente a Pilo
Bordón, fue menos categórica que ésta, en competencia con Chupete De la
Rúa, que tuvo dimensiones plebiscitarias. El escrutinio puso en evidencia, como un censo
estadístico, las debilidades de la infraestructura frentista, que es el resultado
también de un movimiento que se erigió mediante el carisma mediático de sus líderes en
lugar de la tradicional albañilería partidaria. Los medios son un formidable instrumento
publicitario, pero no acarrean votantes. El temor al aparatismo, de uso
frecuente incluso en la izquierda, no puede negar la necesidad de una organicidad
imprescindible, con todo lo que eso supone: cadena de mandos, delegación de poderes,
cuotas de deliberación y participación.
Las diferencias entre un método u otro de construcción política han sido motivo de
constante tensión interna en el Frente Grande, primero, y en el Frepaso después. En ese
debate está incluido, por supuesto, el carácter de la conducción: vertical, restringido
y ejecutivo o abierto, horizontal y deliberativo. El estilo vertical de Alvarez deja
disconformes a los que prefieren tener más presencia en las decisiones, entre ellos los
aliados socialistas. A la vez, ninguno puede negar que es el arquitecto de esta tercera
fuerza, surgida casi de la nada, un conjunto de minorías mínimas, de fracciones
sobrevivientes de proyectos frustrados en la izquierda, de individualidades sin ninguna
trayectoria previa en la democracia electoral, como la diputada Fernández Meijide, o de
partidos que, por sí solos, nunca tuvieron el peso específico actual. Es mérito
adquirido, así como, a este punto, pocos podrían ignorar que Alfonsín es el jefe de
diseño de la Alianza y, en potencia, futuro árbitro del gobierno de coalición, con
tanta capacidad de maniobra que ubicó su discurso a la izquierda del Frepaso, como habrá
advertido cualquier lector de la opinión del ex presidente que publicó este diario.
El reconocimiento a Alvarez actúa en el Frente, muchas veces, como retén al debate
franco, a la crítica desnuda, pero no elimina la tensión, que reaparece bajo distintas
circunstancias, como esta opción de futuro entre la Ciudad y la Casa Rosada. Si el
Frepaso se permite una reflexión crítica sobre los resultados del 29 de noviembre, sin
fáciles conformismos ni órdenes de alineación automática, sus conclusiones podrían
beneficiar a toda la sociedad, porque esa actitud forma parte de la transparencia de
gestión que promete. Restringir el análisis, por ejemplo, a la mera diferencia
movilizadora entre aparatos partidarios, deja demasiadas preguntas sin respuestas. Lo
mismo que suponer que la sociedad desdeñó el cambio, ya que en ningún momento los
discursos de ambos candidatos fueron tan diferentes como para suponer que uno era el
cambio y el otro no. Al contrario, bien se podría suponer que el parecido favoreció a De
la Rúa, que ofrecía la seguridad del standard conocido.
La ausencia en las urnas de la generación de los 30 años es un dato que anotó
Fernández Meijide. La indiferencia por la política de las jóvenes generaciones es un
signo de los tiempos, incluso en países con democracias más maduras. El 40 por ciento de
los afiliados a los Democráticos de Izquierda, el partido de Massimo DAlema, tiene
más de cincuenta años y sigue envejeciendo, mientras las encuestas entre los jóvenes
italianos indican que la política y la religión figuran en los últimos puestos del
ranking de sus valores, según acaba de informar el matutino Repubblica de Roma (1/12/98).
En Gran Bretaña, las elecciones administrativas convocan al treinta por ciento del
electorado.
Sin embargo, allá y aquí los jóvenes no son indiferentes a toda política. En Italia,
los votos juveniles se reencontraron en 1994, después de la crisis de los aparatos
tradicionales por el proceso de Manos Limpias, con los partidos que les
ofrecían aventura, identidad y desafío al statu quo, unos de izquierda y otros de
derecha. Entre los complejos motivos que desalientan la militancia, algunos pensadores
destacan éste: los partidos y gobiernos moderados han perdido la capacidad de ofrecer a
cada militante, hasta el más modesto, la sensación de pertenecer a un proyecto más
amplio e innovador. La praxis partidaria a menudo parece más atenta a la gestión que a
la transformación, dominada por las tareas administrativas y por la carrera de posiciones
individuales.
Aquí, en Argentina, es frecuente encontrar jóvenes involucrados en tareas de solidaridad
social y en programas de lo que ahora se llama tercer sector, grupos
organizados con distintos objetivos de la sociedad civil, pero lejos de los partidos.
¿Será capaz la Alianza de reconciliarlos con la política? El desafío, en realidad, es
mucho mayor. La gente dice ¿para qué quiero la democracia si no me da de comer, si
no me educa, si no me da salud? [...] Si la democracia se asocia con la pobreza, con la
miseria, con la angustia de las personas, entonces la gente va a empezar a pedir la mano
dura, acaba de advertir Carlos Fuentes en La Jornada de México.
Que lo digan los vecinos del Palomar, de Benavídez, de Ciudad Jardín, para citar sólo
la zona bonaerense que estuvo en el candelero esta semana, donde los vecinos ya portan
armas o están pidiendo autorización para armarse. Con liviandad que oculta intereses
concretos, unos acusan al Código de Convivencia porteño como el fabricante de
prostitución y ex policías de mano dura devenidos en políticos, como Patti, piden la
anulación de la reforma del Código Penal bonaerense. Mientras tanto, la nueva comisario
de Palomar, con siete meses en el cargo, cobraba coimas a cambio de protección. La
mano dura, como ya se verificó con el terrorismo de Estado, hace botín de
guerra con los bienes de sus víctimas, sin que ninguna cámara oculta o descubierta pueda
denunciarlos. Algo que deberían recordar las actuales víctimas de la delincuencia y
también los diputados a la hora de tratar la ley de los senadores que no quieren que
nadie, mucho menos la prensa independiente, pueda actuar con libertad.
Jérôme Bundé, director de la Oficina de Análisis y Previsión de la Unesco, en La
Nación de Buenos Aires, coincidió con Fuentes en estos términos: La libertad
sólo tendrá un futuro con la condición de que haya justicia, solidaridad y riqueza
compartida. La responsabilidad por la libertad y la democracia, ante todo, es de los
políticos. Para eso, hay que comenzar por la distinción que hace el primer ministro
francés Lionel Jospin: Muy bien, somos una economía de mercado, pero no somos una
sociedad de mercado. El mercado, o sea el capital, no es democrático por su propia
naturaleza y no lo es en la práctica política de esta región. En Chile, la Asociación
de Industrias Metalúrgicas y Metalmecánicas (ASIMET), una de las principales
organizaciones patronales de ese país, publicó el miércoles una solicitada donde
afirmaba: La historia de Chile sabrá reconocer que la intervención del general
Pinochet interrumpió un proceso que conducía a los chilenos a un esquema de relaciones
políticas, sociales y económicas que ha fracasado rotundamente.
No fue el único pronunciamiento con este corte y confección de los poderosos chilenos,
que han expresado un apoyo monolítico al ex dictador, en perfecta sintonía con los
partidos de derecha y las Fuerzas Armadas, según el informe del corresponsal de El
País de Madrid. En las últimas semanas, las crónicas del Miami Herald hacen recuento de
los capitales venezolanos que llegan a la Florida norteamericana en prevención del
triunfo de Hugo Chávez, al que temen más que a Menem en 1989. Aquí, en Buenos Aires,
las mayores corporaciones han hecho saber que están tranquilas porque, a su juicio, el
cambio de gobierno no modificará el rumbo económico. En sánscrito quiere decir: otra
vez sopa.
De las oportunidades perdidas tienen que hacerse cargo los dirigentes y los gobiernos que
las pierden, en lugar de echarle culpas al ciudadano de a pie. A propósito de las
críticas de los dos partidos tradicionales de Venezuela, socialdemócrata y
socialcristiano, contra Chávez, el militar que intentó un golpe de Estado en 1992 y que
ahora arrasa en las encuestas de popularidad, el columnista Alberto Barrera en Caracas
escribió así: Quieren derrotar a Chávez responsabilizándonos moralmente por la
democracia, por la libertad, como si ellos no tuvieran nada que ver. Es la misma
actitud de los que creen, en esta Ciudad, que los resultados de la interna en la Alianza
fueron pura responsabilidad de los votantes o de los indiferentes.
Fernández Meijide, otra vez candidata, indicó que el propósito principal de la Alianza
es la derrota del menemduhaldismo y, desde el punto de vista electoral, no
podría decir otra cosa. Sin embargo, la alternancia en el gobierno no supone,
necesariamente, una alternativa para el modelo económico que tendrá el
respaldo de grandes corporaciones patronales, de los acreedores internos y externos de la
deuda pública, de la coalición política conservadora que encabezará Carlos Menem, de
los temores al cambio de una parte de la sociedad y de la desmovilización popular, sobre
todo de los jóvenes. La Tercera Vía de la socialdemocracia europea,
escribió Alfonsín en este diario, es insuficiente para reorganizar al
progresismo e impartir justicia social. De la Rúa habla del nuevo
camino, que si no es a la europea tampoco se sabe bien de qué se trata.
¿Economistas como López Murphy, Machinea o Rodríguez Giavarini, mentados a menudo por
los futuros gobernantes de la Alianza, podrán reordenar la distribución del ingreso para
devolverle equidad a las relaciones entre el capital y el trabajo? Porque así como Menem
ya no es, para los empresarios que lo escoltan en sus giras por el mundo, la única y
excluyente garantía del rumbo económico actual, tampoco sólo la aplicación eficiente y
honrada del gasto público, sin desmerecer semejante cualidad, alcanzará para tantas
necesidades insatisfechas, tantas demandas postergadas. El futuro vicepresidente, que
tendrá a su cargo el Senado convertido en reducto conservador y en
aguantadero ilegal e ilegítimo según las denuncias de la Alianza, no tiene
el cincuenta por ciento de las decisiones del gobierno, por lo menos mientras el
presidencialismo absorbente sea la característica central del Poder Ejecutivo.
En un reciente análisis, que incluye la interna del 29, el mexicano Jorge Castañeda mira
con optimismo el futuro pues, en su opinión, por primera vez desde que surgió la
marea neoliberal, candidatos críticos del statu quo tienen posibilidades reales de
triunfo y cita en ese trance a Venezuela, El Salvador, Chile, México y Argentina.
Al mismo tiempo, destaca dos contradicciones en la estrategia moderada de los aspirantes:
La desmovilización del núcleo más activista y el ensanchamiento de los terrenos
controvertidos en donde no conviene pisar. En Argentina faltan once
meses para la elección presidencial. ¿Por cuánto tiempo se puede andar en puntas de
pie? |