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Panorama Economico
Pensar cabeza abajo
Por Julio Nudler

Esa categoría teórica o pieza de museo, exclusiva de los libros de texto y las vitrinas, que era la deflación se escapó de las bibliotecas y ya está entre nosotros, convertida en realidad cotidiana, aunque todavía no sepamos si la que tenemos es la deflación buena o la mala. Cuando se abaratan las computadoras o el uso del celular, la razón está en la productividad o en las estrategias de mercadeo. Cuando cae el precio de la carne o de los limpiapisos, la explicación es, directa o indirectamente, la crisis mundial. ¿Y qué hace la gente cuando bajan los precios: aprovecha para comprar más o no compra nada porque teme quedarse sin ingresos? ¿Adónde nos llevan las bajas: al consumismo o a la depresión?
Mientras tantas cosas se abaratan –sobre todo materias primas e insumos–, lo que sigue costando mucho es pensar en términos deflacionarios. Absurdamente, siguen definiéndose aumentos en varios servicios públicos, desde el agua hasta trenes y subtes, como si nadie en el Gobierno se enterara de que los precios mayoristas cayeron 5,8 por ciento en el último año y que la tasa salarial no para de descender. En este contexto, las tarifas suben con sólo no bajar. ¿Qué necesidad hay de incrementarlas? También habría que repensar el tipo de cambio, para el cual la única alternativa que se baraja es siempre devaluacionista, o sea inflacionaria.
En deflación, ¿con qué habría que comparar el precio del dólar, expresado en pesos, para saber si aquél está caro o barato? ¿Con los precios internos, con lo que valen los bienes que el país importa y exporta, o con la paridad de otras monedas no atornilladas al dólar, como el real, el euro o el yen? La mayoría de los productos que exporta la Argentina bajaron en los mercados mundiales, expresados sus precios en dólares. Por tanto, para ingresar un dólar hoy es preciso colocar mayores volúmenes de producción que hace dos años.
Como los otros países compran a menor precio los productos argentinos, para ellos el efecto es parecido al de una devaluación del peso. Sin embargo, las monedas de la mayoría de esos otros países se depreciaron (o fueron devaluadas) respecto del dólar (y del peso), por lo que para ellos el peso se apreció o revaluó. ¿Cómo discutir el futuro de la convertibilidad y el tipo de cambio fijo en un contexto tan confuso, donde todos los conceptos tradicionales quedaron subvertidos? Ciertamente, es indiscutible que el balance comercial cerrará este año con un déficit de 5500 millones, o una cifra parecida, pero no es fácil asegurar que sea por culpa del tipo de cambio.
Los economistas ortodoxos afirmaban que el déficit externo era la consecuencia lógica y simétrica del déficit fiscal, que es una forma de exceso de gasto y por tanto un desahorro del Estado. Pero la realidad es traicionera, y desde 1997 las cuentas se burlaron de la teoría. El déficit fiscal fue de 2,2 puntos del PBI en 1996, bajó a 1,2 por ciento en 1997 y terminará 1998 es una cifra similar. Pero el saldo comercial siguió un camino inverso: de cero en 1996 cayó a un rojo de 4200 millones en 1997 y a unos 5500 millones este año. Ahora el que gasta demasiado no es el sector público sino el privado. Es, por ende, el que más crédito requiere y más se endeuda. El cambio no es trivial. Coincide con el fenómeno que más asusta a los economistas norteamericanos porque encierra amenazas en las que nadie reparaba hasta hace poco.
Así como Asia enfermó de sobreinversión, también los norteamericanos están encontrándose con enormes excedentes de capacidad, fruto de vertiginosas inversiones durante todos estos años, que corrieron aún más rápidamente que el gasto de consumo. Metidas en costosos proyectos, las corporaciones estadounidenses (no financieras) han estado emitiendo papeles de deuda por unos 360 mil millones de dólares por año. Esas emisiones necesitan encontrar inversores diferentes de los que tradicionalmente financiaron a Estados Unidos. Hasta Clinton, el déficit era federal, y se lo cubría colocando títulos del Tesoro –de alta liquidez y riesgo cero–, que eran adquiridos en primer lugar por bancos centrales como el japonés porque eran rentables activos de reserva. Esa situación ideal desapareció. Ahora los inversores deben analizar los riesgos comerciales de cada papel, y el hecho es que los estadounidenses necesitan que les presten unos 200.000 millones netos por año, que es el tamaño del agujero que tienen en su cuenta corriente.
Los Fondos, que tomaban dinero a bajísimas tasas en Japón y lo bombeaban hacia Norteamérica, cayeron en la volteada de la crisis financiera y no están funcionando como antaño. Fueron entonces los bancos los que invirtieron masivamente en títulos privados o dieron crédito para que otros los compraran. Pero pocos creen que esto pueda prolongarse, sobre todo viendo los excedentes de capacidad y la menor rentabilidad que traen los balances, en caída desde el pico de un largo año atrás. A tal punto que hoy en Estados Unidos también están preguntándose si esta deflación será benigna o maligna, y si podrán seguir viviendo de la financiación. La tasa de ahorro personal fue en septiembre negativa, igual al –0,2 por ciento.
Todo en la economía mundial –y argentina– está cabeza abajo. Todo debe ser vuelto a pensar. Los parámetros que valían años atrás están obsoletos. Como primer medida hace falta que los economistas lo acepten.

 

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