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Sonó el teléfono. Escuché la orden: --Te llamo para decirte que vas a ser jurado. --¿Jurado? --Sí, sí. Jurado de un concurso. --Gracias por avisarme --alcancé a balbucear. Ella tenía doce años y era alumna de la escuela de la calle Monte Caseros: --Es un concurso de novelas. Las escribimos nosotros, los del sexto grado. --Glup --dije. --Te esperamos mañana --mandó. Y fui. Los novelistas eran un enjambre de chiquilines que hablaban todos a la vez. El maestro Oscar, puños raídos, sueldo de fakir, los dejaba hacer. Ellos habían organizado aquel concurso de novelas, ilustradas por sus autores, y habían conseguido que un joyero del barrio donara medallitas con el nombre grabado de cada uno de los participantes. En la ceremonia de la premiación, fue prohibida la entrada de los padres y demás adultos. Los tres jurados, el maestro Oscar, una de las autoras y yo, dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos. Todos fueron premiados, y cada premio recibió una ovación y una lluvia de serpentinas. Después, el maestro me dijo que lo bueno que tiene enseñar, está en lo mucho que uno aprende: --Nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores. Y una de las alumnas, que había venido a Montevideo desde un pueblo perdido en los campos, se quedó charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y muerta de risa me dijo que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que al maestro lo quería, lo quería muuuuuuucho, porque era él quien le había enseñado lo más importante: le había enseñado a perder el miedo de equivocarse.
El vendedor
Se parecía a Carlitos Gardel, pero después de la caída del avión. Lo vi hace treinta años, y es como si lo estuviera viendo. Tosía, ajustaba el nudo del pañuelo que le protegía el pescuezo. El pañuelo había sido blanco alguna vez. --¡Yo no vendo nada! --roncaba. Trabajaba parado sobre un cajón, frente a la Caja de Jubilaciones de Montevideo. En las manos sostenía una caja de cartón, atada con piolines desflecados como él. --¡Yo no vendo nada! Algunos curiosos se acercaban, todos viejos y muy viejos. Poquito a poco, los curiosos se iban haciendo gentío. --¡Yo no vendo nada! Y cuando llegaba el momento, dos brasas se encendían en el fondo de sus ojeras cavernosas, con ampuloso gesto se quitaba el sombrero y lo arrojaba al suelo y alzando la caja de cartón la ofrecía a los cielos: --¡Yo no vendo nada, señoras y señores! Porque esto ... ¡no tiene precio! Los viejos se apretujaban, ansiosos, mientras sus huesudos dedos desataban, muy lentamente, con parsimonia de amante que demora el goce, los piolines que ataban la caja de cartón. Y la caja se abría. Adentro, había celofanes de colores, anudados en forma de mariposas. Cada celofán era un cambio. Celofanes para cambiar la vida. Había cambios verdes, azules, lilas, rojos, amarillos ... --¡A doscientos el cambio! --roncaba el pregonero--. ¡Es un regalo, señoras y señores, un regalo! ¡El precio de una botella de vino, que contiene veneno, cárcel, manicomio ...!
El matador
Vivió emplomando gente y emplomando murió. Mucha bala había metido cuando las balas lo encontraron, una noche de 1995. Para entonces, ya hacía un buen rato que había perdido la cuenta: al llegar a cien, dejó de sumar. Salvo los cuatro tiros a su mujer, que los disparó por las dudas, Juancho Loayza siempre había matado por cuenta de otros: --Que nadie vaya a pensar mal --decía--. Yo lo hago por dinero. Sus labores le ganaron fama y respeto en las calles de Corinto y en otros pueblos y ciudades del Valle del Cauca. En toda Colombia no, porque la competencia era mucha. Fue cimiento de su hogar, bastón de su madre, escudo de sus hermanas. En el cuarto del fondo de la casa, al final del largo corredor, había un altarcito consagrado a la Virgen. Cuando Juancho se marchaba a cumplir un servicio, la madre y las hermanas se quedaban allí, clavadas de rodillas, durante horas y horas, desgranando rosarios: suplicaban a la Milagrosa que diera una ayudita, para que el trabajo saliera bien.
El minero
El es uno de los fantasmas. Así llama la gente de Sainte Elie a los pocos viejos que siguen hundidos en el barro, moliendo piedras, escarbando arena, en esta mina abandonada que ni cementerio ha tenido nunca, porque tampoco los muertos han querido quedarse. Hace medio siglo, este minero llegó al puerto de Cayena y se internó en busca de la tierra prometida. En aquellos tiempos, aquí había florecido el jardín de los frutos de oro, y el oro redimía a cualquier forastero muerto de hambre y lo devolvía a casa muy gordo de oro, si la suerte quería y si no lo degollaba algún amigo en un recodo del camino. La suerte no quiso. Y de nada sirvió la varilla de azogue negro, que era infalible para atrapar al oro fugitivo, ni sirvió de nada el brujo que espantaba la desgracia. Pero este minero sigue aquí, sin más ropa que un taparrabos, comiendo nada, comido por los mosquitos. Y en busca de nada revuelve la arena día tras día, sentado ante la batea, bajo un árbol más viejo que él, que lo defiende de la ferocidad del sol. El cazador de oro está hablando solo. Sebastiâo Salgado se acerca, se sienta a su lado. Hay un solo diente, un diente de oro, en la boca del minero, tecla que brilla en la noche de su boca. --Mi mujer es muy linda --dice, y muestra una foto borrosa, rotosa. --Me está esperando --dice. Ella tiene veinte años. Hace medio siglo que ella tiene veinte años, en algún remoto lugar del mundo.
El nochero
Gonzalo Muñoz, cuya imagen de color sepia integra mi álbum de familia, había nacido para vivir de noche y dormir de día. El pasaba las noches en blanco, velando fantasmas, pero durante el día siempre había mucho para hacer, de modo que no tenía más remedio que dormir de a pedacitos. Caía dormido en cualquier momento, y al despertar se confundía de hora, y a veces hasta de especie. Más de una vez don Gonzalo, que era búho, cantó como gallo, en plena tarde, saludando al amanecer desde la azotea, y esos errores suyos no caían nada bien en el vecindario. En las reuniones sociales, estaba en plena charla y el sueño lo acometía. Entonces apoyaba el puño en el mentón, decía: --Pues sí. Pues sí señor --y ahí nomás se desplomaba en la alfombra, dormido como piedra. Entonces alguna dama de la familia lo abanicaba, simulando desmayo súbito o ataque fulminante. Una noche, don Gonzalo acudió al estreno de un drama en el teatro Solís de Montevideo. Era función de gala, elenco europeo. En el segundo acto, como tenía costumbre, don Gonzalo se durmió. Se durmió justo cuando el personaje principal, un marido de mal carácter, se estaba agazapando, pistola en mano, detrás de un biombo. Poco después, cuando la esposa infiel entró en escena, el marido saltó de su escondite y disparó. Los balazos voltearon a la pecadora y levantaron a don Gonzalo, que despertó súbitamente, se alzó en medio de la platea y abriendo los brazos, exclamó: --¡Calma, señores, calma! ¡No se asusten, no corran! ¡Que nadie se mueva! Su mujer, sentada al lado, se escurrió hasta desaparecer en las profundidades de la butaca.
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